VITORIA. En la indiscutible capacidad narrativa de Pedro Almodóvar, cohabitan expectativas, herencias y prestaciones que convierten los estrenos de sus últimas películas en acontecimientos cinematográficos y sociales. Acto seguido pasa a ser el objetivo (la diana) de los que interpretan y adoran su cine e incluso de quienes se atreven a opinar sin haber visto su filme o tan sólo apoyándose en su desconcertante tráiler. Escribía el cubano Cabrera Infante a raíz del estreno de Carne Trémula (1997), cuando la crítica cinematográfica era una inventiva gozosa independientemente de su análisis, que debía estar cansado de oír en cada estreno la frase "es tu mejor película". Y que se había desprendido de lo grotesco que culminó en Kika.

Los deseos del genial escritor cubano se han desvanecido con las últimas experiencias cinematográficas de Almodóvar, un director brillante y a ratos genial, que se ha ido despojando de muchos de sus tics y brotes cómicos para transitar en territorios más oscuros.

El Almodóvar que provocaba un gozo instantáneo ha dado paso a un cineasta más ensimismado y meticuloso, obsesionado con la perfección técnica y con la fusión de géneros que ejecuta con la frialdad de un cirujano. Desde que se asomó con Pepi, Luci, Bom y esas chicas del montón, en una filmografía irregular y fiel a su credo, sus dos últimas películas han perdido la capacidad de desgarrar las emociones y han abanderado un cine demasiado cerebral.

El director manchego ha entrado en el club de los cineastas que piden a sus devotos que vean la película al menos dos veces antes de dictar sentencia. Una metáfora del estado de su creatividad. Indudablemente, en la primera visión de Los abrazos rotos era inevitable apreciar su poderosa fortaleza visual, así como la intensidad de un discurso que no encontraba la llanura de la emoción. En La piel que habito, Almodóvar se acerca al terror desde los códigos (anti)almodovarianos.

Los personajes de sus películas siempre han sabido hacer del deseo y la confesión instantes mágicos. Las nuevas criaturas se miran, se observan, leen, alimentan su ego intelectual e interactúan a través de las pantallas, pero no tienen el don de hacernos vibrar. Almodóvar, uno de los grandes creadores del mundo, se ha despojado de la quintaesencia de su cine: la capacidad melodramática de comunicar y transmitir el desgarro.

En La piel que habito, la última confesión del personaje interpretado por Elena Anaya despide la película y a su vez, una forma de entender su cine: la confesión como elemento absoluto de absolución. Transexuales o travestis que renacen y buscan la paz (Todo sobre mi madre; La mala educación...) o manifiestan con júbilo y dolor su metamorfosis (Tacones lejanos; La ley del deseo...) dentro de una cultura pop. En La piel que habito, obra inquietante a pesar de su relato, esa última escena ejemplifica el nuevo Almodóvar: un autor prodigioso que camina por nuevos territorios que quiere explorar, reinventándose y descolocado por el reto que se propone.

Extravagante Durante la proyección de La piel que habito en Cannes, muchos críticos no pudieron evitar algunas risas que Almodóvar achacó a los nervios típicos de un pase de prensa matutino. La piel que habito, que introduce elementos de humor conscientes, resbala en el terror sofisticado de una historia que tiende involuntariamente a lo extravagante o grotesco, sendero que, citando a Cabrera Infante, no aparcó en Kika, una obra que se entendió mejor en países con una cultura fílmica mayor.

El terror de La piel que habito es luminoso, extraño y extravagante. Sintomático de un autor que se pone a prueba, arriesga y se entrega a su universo. Almodóvar, el mismo que hizo una comedia perfecta (Mujeres al borde de un ataque de nervios), una obra notabilísima como ¿Qué he hecho yo para merecer esto?, que moldea la capacidad deformadora del esperpento español, o Hable con ella, donde aborda el subconsciente, tiene tanto talento como ganas de retratarse. Un autor que entusiasma cada vez menos pese a apreciar su capacidad de fascinación.