Era la del miércoles una noche que se presentaba con un buen número de incógnitas abiertas sobre qué podría dar de sí el regreso de Kyle Eastwood diez años después a la capital alavesa y el debut, con su grupo de jazz, del carismático violinista Nigel Kennedy. Había preguntas abiertas pero todas y cada una tuvieron respuestas y en la mayoría de los casos positivas.

No era un cartel sencillo el de esta doble sesión. Kyle tiene más cartel por ser hijo de quien es que por su más que atractiva carrera musical. Nigel es, aunque se ha inflado a vender discos de clásico, un desconocido para el gran público. Y eso se notó en un Mendizorroza que presentaba algo más de media entrada. Los que estuvieron, se entregaron en cuerpo y alma. Los que no, se perdieron una doble sesión que rozó momentos brillantes y mantuvo un nivel general bastante alto.

El encargado de poner el motor en marcha fue un Eastwood que no se reencontraba con la capital alavesa desde su debut en el Jazz del Siglo XXI hace diez años. En ese camino del Principal al polideportivo se nota que el intérprete ha crecido de forma sustancial, siendo dominador desde su contrabajo (bueno, y desde sus bajos) de todo lo que sucede sobre el escenario. Él es su mejor punto fuerte, aunque no se pueda decir lo mismo de algunos de los componentes de su banda. En la balanza de lo interesante, el pianista Andrew McCormack. En el lado de los prescindible, el batería Martyn Kaine.

A lo largo de la hora y media de concierto, Kyle fue desgranando temas recientes y algunas perlas de sus bandas sonoras, embaucando poco a poco al público, llevándole justo donde quería, meciéndole en ocasiones y moviéndole en otras. Es todo un líder, más allá de que algunos se queden con el mero hecho de que su padre se llama Clint.

Más allá de que su grupo no sea todo lo redondo que debiera y que trompeta y saxo sonaron un poco bajos, sólo por instantes como la interpretación de Andalucía ya mereció la pena todo lo demás. El respetable, mientras tanto, permaneció atento, dejándose llevar por la elegancia del contrabajista y por su total dominio de su instrumento.

La parte final del concierto, Kennedy la siguió sentado entre el público, aplaudiendo bastante, por cierto. Pero los minutos de relajo le duraron poco. Su turno había llegado. Nadie puede poner en duda la valía de este hombre, pero no se puede negar que su vertiente jazzísitica era un secreto todavía por descubrir en directo. Hasta ahora, nunca se había presentado en el Estado con su grupo y había ganas de comprobar qué podía ofrecer.

Intentar describir lo que el británico hizo en el pabellón es complicado. Más allá de que apareciera con la camiseta del Aston Villa y de que sea un misterio qué llevaba en la taza que subió a las tablas vitorianas (sin mencionar los dos botellines de cerveza que cayeron durante el concierto), el violinista se salió por los cuatro costados.

"Eskerrik asko, gabon" fueron sus primeras palabras (qué poco hace falta para ganarse al público y cuánto les cuesta a algunos músicos aprenderlo) y a partir de ahí fue su violín el que habló alto y claro. En casi toda la actuación utilizó el moderno, el que le permite, mediante pedales y la electrónica, modificar sonidos, repetirlos y jugar con ellos. Eso sí, hubo también tiempo, aunque sólo fuera durante un tema, de disfrutarle con el clásico.

Le dio igual todo, ya fuera Hendrix, el folk rumano y serbio o lo que fuera. Lo dominó todo, demostrando un dominio de la técnica envidiable, pero sin que eso fuese obstáculo para el sentimiento y el sentido del humor, que de todo hubo. Además, esta vez sí, contó con una banda a la altura (mención especial para el pianista Piotr Wylezol). Cada segundo salió a pedir de boca. Tanto que Nigel incluso se llevó un beso y una declaración de admiración de una joven que se acercó al escenario al final del recital. Mendizorroza se puso de pie e hizo un nuevo amigo para siempre.