Cuando los feligreses salen contentos de la iglesia es que el sermón del día ha estado bien. Y del templo de Mendizorroza, el lunes por la noche, la mayor parte del público salió con una sonrisa en la boca y un chute de energía en el cuerpo, indicativos ambos de que la Noche del Gospel había conectado de forma directa con los presentes. Fueron dos horas casi sin bajar el motor de revoluciones, 120 minutos de cánticos, palmas, emociones, bailes, y subidas y bajadas del escenario. ¿Sobraron algunas cosas? ¿Faltaron otras? ¿Se podía haber hecho esto o lo otro? Tal vez, pero es que hay veces en las que intentar analizar con frialdad un recital como el de Craig Adams y su gente es del todo imposible.

En Mendizorroza hacía un calor terrible ya antes de que los músicos salieran al escenario, un polideportivo, por cierto, que presentó una entrada bastante buena, y eso que en las zonas de abonos numerados y de invitados había algunas calvas. Como curiosidad, decir que en este último espacio estuvo (disfrutando mucho, además) la pareja norteamericana que ha ganado un novedoso concurso del Lincoln Center cuyo premio es el festival de Gasteiz.

El inicio del concierto fue un perfecto indicativo de por dónde quería Adams y The Voices of New Orleans, es decir, una combinación de ritmo, fuerza y palmas sin parar. Y el público entró rápido en el juego del joven intérprete norteamericano, vestido bajo ese particular sentido de la elegancia que sólo tienen los músicos afroamericanos (bueno, ellos y Chick Corea). La temperatura fue subiendo a cada tema y tanto los que estaban sobre el escenario como los que se encontraban fuera de él sudaron cada minuto de una actuación en la que encontrar una canción un poco más relajada fue un milagro.

Sí, se puede decir que Adams no demostró sus dotes al órgano y se quedó sólo en el piano, o que abusó de los finales interrumpidos una y mil veces, que no usó a dos de sus tres solistas, que casi no dio oportunidad a unos reseñables Reginald Nicholas a la guitarra y Alvin Ford Jr. a la batería, o que repitió demasiado sus particulares bailes. Pero buscar en estos y otros detalles mínimos pegas para afear el recital sería confundirse.

Cuando un concierto que dura dos horas sin descanso a más de uno se le pasa como si fueran cinco minutos hay poco que añadir. Máxime teniendo en cuenta que un buen número de los presentes estuvo casi todo el rato puesto en pie. Adams desplegó muchas de sus armas para caminar por el gospel, el rock, el blues y el jazz, y para ganarse uno a uno a cada espectador. Al respetable, como si fuera Iggy Pop y ante los gestos de miedo de su representante (que se llevó las manos a la cabeza), le subió al escenario en pleno Oh, when the saints go marching in. Le hizo dejarse las manos, moverse y cantar. Y eso mientras dirigía cada detalle con una simple mirada, un gesto o un movimiento de cabeza.

Tanto al piano como cantando, Craig supo en cada momento qué necesitaba la actuación, más allá de que insistiera una y otra vez en los finales en tres partes (en alguno de ellos con sus acompañantes congelados en el escenario). Hubo pocos momentos para el respiro, siendo el más especial la versión de What a wonderful world.

Hasta dos veces se bajó el grupo del escenario, bises ya previstos que llegaron a su punto final con todo un acierto, la interpretación (ya sin el coro) de Blueberry Hill, canción que en su día, tras darle un toque a rock and roll, popularizó Fats Domino, es decir, el tío de Adams.

Después de eso, la iglesia de Mendizorroza encendió las luces y se quedó en calma. Y el personal se fue a casa con el alma ganada por el gran Craig.