vitoria. Esto no va a ritmo de festival. Por eso la hora pactada queda poco a poco atrás, amenazando horario de misa del gallo. Suena un golpe de batería. Los fieles se vuelven, pero no comienza el sermón. Alguien acaricia el hammond. El hermano gemelo del órgano se siente a gusto rebotando entre las paredes del pórtico. Como los juegos de luces. El rock es objeto de culto. Ni boda ni bautizo. Toca comunión.
Apagar móviles. No arrastrar sillas. Mike Farris se pone el hábito rockero en Santa María y el evento se graba. Hay que evitar ruidos, "porque no vais a aguantar sentados". ¿En Gasteiz? Suena a reto. No se caracteriza el público local por su desenfreno. Nunca lo ha hecho.
El domingo de ramos se torna miércoles de palmas nada más emerger la banda. Farris ya tiene un nombre en la ciudad. Se lo ganó desde su impecable show con Screamin Cheetah Wheelies. Lo ratificó con su posterior retorno. Y, a la inversa de San Pedro, buscaba afirmarlo por tercera vez.
La cabeza caliente flota sobre el público. Mike comienza el sermón. Su casulla es una camisa roja. Bajo chaleco negro. Con gafas de sol. Porque, de repente, todo apunta al sur, a los pantanos, a un cántico entre lo sacro y lo pagano, guiado por la batuta de un Farris que marca las pausas de la banda, como un Sinatra en plena... frontman.
No tarda mucho en picar el culo. Al segundo tema, dos chicas abandonan su silla plegable y deciden bailar en un lateral. No está hecho el asiento para el ritmo. El reclamo es inmediato. Sólo hacían falta pioneros. Gasteiz rompe -como pocas veces- una tradición clásica y se levanta. Serán cosas del ritmo de Santa María. Ya saben, de rodillas, de pies, otra vez de rodillas...
Todo hay que decirlo. La acústica del templo es, simplemente, diferente. El oído tiene que hacerse. Pero se hace pronto. No juegan con él las campanas del monaguillo. Ni las de la Garbancera. Se encarga de hacerle cosquillas la pandereta. Tampoco hay botafumeiro, aunque muchos se rasgan las vestiduras por un cigarro. Encima Farris toca la tecla sensible. No, ¡¡¡ya sabemos que tampoco hay whiskey, Mike!!!
No ejerce la música de sucedáneo, sino de auténtico vicio para los doscientos privilegiados que se están quedando -a gusto- a las puertas del templo en esta cita impulsada por DIARIO DE NOTICIAS DE ÁLAVA. Los relieves no trabajan los ojos, conquistados por una banda más que pulida, que gusta de alargar los temas palpando sus texturas, sus intensidades, sus pequeños y grandes momentos. Good news, Sit down servant y -cómo no- el referencial I´m gonna get there, son algunas de las joyas de una noche en la que el pellizco del slap y el cascabel de la pandereta acaban dándose el lote entre briosas brisas -redundando- de metales. Hace un par de siglos, por los explícitos jadeos de las coristas, se hubiera repartido alguna que otra excomunión, con pasaporte al afeite en seco del Machete.
Pero Times are changing -aunque viene mejor a la analogía el Knockin' on heaven's door- y también los templos demuestran manga ancha, apertura a otros cultos. El rock es la religión de los próximos días en Vitoria. Hay altares, calices y fieles, que ya comienzan a ejercitar cuello y caderas en Santa María. El soul, el rock, el blues... Son las melodías de su plegaria.
El in crescendo acaba con los imprescindibles beste bat -de eso nunca falta en los conciertos gasteiztarras- y Farris y cía descerrajan un abrasivo Jumpin Jack Flash para el amén. ¿Por qué hay gente que se pasa el concierto enganchada a la red social? Hay muchas formas de vivir, algunas extrañas. La homilía merecía vivirse en directo. Para todo lo demás, el esperado DVD. Del pórtico al reproductor. Y de Farris... De Farris al cielo.