Mucho mago internacional, pero usted es el que más espectadores tiene a lo largo de la semana...

Sí, al por mayor. La idea es que toda la ciudadanía disfrute. Y a los críos lo mejor es cogerlos del colegio directamente y llevarlos al teatro.

¿Cuánto lleva vinculado al festival?

Es el primer año con la magia para escolares, pero llevo muchos. He llegado hasta a presentarlo, que para mí fue el no va más. Casi siempre me llaman para hacer algo, cosa que agradezco, más en estas fechas que la cosa está muy mala. Los organizadores son buenos amigos, y es una excusa para ver a gente con la que no sueles coincidir.

¿Se especializa en niños?

No, no. Soy de los que afirman que la magia es cosa de adultos, aunque pueda sonar fuerte. Nosotros intentamos romper la lógica del público, pero los críos son prelógicos. Partiendo de esa base, es difícil sorprenderlos. Sensación, emoción, ironía... Son términos que en la magia se usan y experimentan, y, sin embargo, los críos no los tienen desarrollados. No tienen humor irónico; tienen humor, pero muy grueso. Es verdad que en su mundo de fantasía un mago se ubica muy bien, pero en un espectáculo es más fácil emocionar a adultos que a niños. Es difícil que un niño te aplauda a rabiar. El 80% de los espectáculos que hago son mixtos, y los adultos les marcan las pautas, cuándo tienen que reírse, aplaudir, estar en silencio. Al niño le falta la cultura del espectador. Pero, eso sí, los ojos que se le ponen en la calle cuando ve a un mago, tirándole de la pernera a su padre -"aita, aita, Txan dago!"-, eso no tiene precio. Ellos ven a un mago en mayúsculas, los adultos a un artista.

Supongo que usted también era un niño cuando le entró el gusanillo...

¡Ooooh! Un momento muy mágico. Mi familia tenía un bar en El Antiguo, en Donosti. Ya sabes que en un bar se aprende lo mejor y lo peor de la vida. Yo era el hijo más salsero, el que siempre estaba detrás de la barra, y, cuando los clientes pimplaban un poco, a alguno le daba por hacerme magia. Pero aquello no era magia, yo no lo sentía, "éste me está embaucando". Hasta que un domingo tormentoso -tendría unos diez años-, sobre las nueve de la noche entró un hombre mayor, de pelo blanco, metro noventa, con gabán y sombrero negros. Imponente. Y encima la puerta se abrió entre truenos. Se acercó a la barra y, en español macarrónico, dijo "un brandy". Mi padre me dio un codazo. "Mira, Santi, éste es norteamericano; al coñac le llaman brandy". El hombre pidió una baraja. "Hombre, no, a estas horas no se puede jugar a cartas". "No, es para hacerle una magia al niño". Extendió las cartas y elegí una sin que él lo viese. Me dio la baraja y mezclé. Había cogido el as de oros, porque con una corta edad necesitas una carta referencial, ese sol gigante. Pues cogí esa carta... y la perdí. Entonces el hombre me dijo "extiende la baraja boca arriba y encuéntrala". A todo esto, era una baraja sucia, vieja... Ahora que soy profesional, ¡el mérito que tuvo hacer lo que hizo! El caso es que la carta no estaba, y me dijo "¿ves el perchero?". Estaba a unos seis metros, y yo juraría y perjuraría que no se acercó a él. "Mete la mano en la americana". La americana era de Josean, un cliente. Me acerqué. Los cuatro que había, absortos. Meto la mano al bolsillo y ahí estaba el as de oros. Hubo un "¡uauh!". Me di la vuelta y el hombre ya no estaba. La copa de brandy estaba consumida y fuera los truenos seguían dando pero bien.

Parece el comienzo de un show...

Esa noche me costó dormir. No por miedo, es que no me lo creía. Me había inoculado el veneno. Ahí es cuando dije "esto es magia, la magia existe". Y no lo que me hacían los clientes, que me estaban mareando. No fue ya hasta muchos años más tarde que acabó un libro en mis manos y dije "¡ésta es la mía!".

Después de eso, las cartas serán su especialidad favorita...

No creas. En la magia hay dos mundos. La cartomagia y todo lo demás. Si quieres ser un buen especialista en cartomagia tienes que dejar todo, hasta a tu compañera. Es una obsesión tal... En España hay grandes cartomagos, ancianos como quien dice, y están todo el día con la baraja en la mano. No pierden el amor por las cartas. Incluso estando mezclada mil veces, llegan a unos niveles de comprensión de la baraja que saben, más o menos, qué orden, qué probabilidades... Yo sé hacer magia con cartas, pero hasta un punto. Suelo hacerla de pretexto. Tú eliges una carta, te pongo una diana en el pecho, tiro un cuchillo con las cartas revueltas en el aire y, no sólo agujereo la carta, sino que te la clavo en la diana del pecho.

¿Cada día hay retos nuevos o a veces hay que parar y profundizar?

Hay temporadas de parón, no estás creativo, no tienes ideas. Y otras enfermizas, de no meterte a la cama hasta las seis de la mañana, hasta que no das un paso más. Tengo efectos que llevan sin salir cinco o seis años. A veces salen, otras te convences de que no son para ti.

Es el mago vasco de referencia. ¿También actúa en el extranjero?

Me dio el arrebato hace tiempo. Pero o andas por ahí o por aquí. Ya tengo 46 años y meter muchas horas en camión, coche, avión, te quema. Ahora, con la crisis, si me llaman y nos arreglamos económicamente, ahí vamos. Antes era Córdoba, Valencia, una semana, otra. Una pechada. Aquí en hora y media ya has cubierto todo... Se me pasó la fiebre. Y las ínfulas (risas).

Habla mucho de la crisis, ¿ha afectado tanto a la magia?

Sólo puedo hablar en primera persona, pero el verano ha sido calamitoso. Y las pasadas navidades fueron muy tristes. Son los dos meses buenos, en junio con los festivales de las ikastolas. Pero, este año, de pena. Esperemos que cambie, si no volveré a mis orígenes, sombrero al suelo y en la calle. Así empecé. Ahí el espectador no te elige, puedes tener mil reacciones y tienes que torearlas todas. Pero tuve experiencias fenomenales. Para hacer amigos, la magia es impresionante. Donde el idioma es una frontera, abre puertas y corazones.