lAS frecuencias por las que emiten las estaciones de radio y televisión son propiedad del Estado y son adjudicadas a las empresas mediante un régimen de concesión que se renueva periódicamente, dejando al Gobierno la potestad de decidir sobre ellas. Este régimen concesional se adjudica sobre un bien al que se considera de servicio público, es decir debe de atender los intereses del común.

Entre los distintos modelos de radio y televisión en la aldea global se ha asentado un sistema europeo mixto desde el punto de vista de la titularidad/propiedad de los medios: empresas privadas y públicas, nacidas como servicio público y con la pertinente concesión del poder ejecutivo.

Públicas y privadas luchan por hacerse un hueco al sol y tener audiencia es un fin legítimo para unas y otras; otra cosa bien distinta son los modos de conseguirla. Descargada la televisión pública estatal de la necesidad de generar recursos comerciales, es el momento de ir construyendo una televisión pública, poderosa en los informativos en cualquiera de sus géneros y cuidadosa en los productos de entretenimiento que deberán estar enfocados a la mejora del nivel educativo, cívico y cultural de los ciudadanos.

De entrada, la pública debe de ofrecer aquellos programas que por las razones que fuere no produce el sector privado, con especial atención a las minorías y haciendo de la mejora cultural un factor importante de programación.

Lo público no debe ser sinónimo de aburrimiento, elitismo o parasitismo. Tiene que adecuarse a la demanda social pero sin entrar en los medios y modos escandalosos que usan algunas privadas para ofrecer un producto amarillo, deplorable y alienante, que nos saca de las diarias preocupaciones pero nos embota en un chapapote de trileras/os de la palabra.