La urgencia lo atraviesa todo. Se vive con prisa, se mira deprisa y hasta se descansa con la sensación de estar perdiendo el tiempo. El móvil se ha convertido en una extensión del cuerpo y la atención en un rara avis. En medio de ese ritmo, el arte propone una alternativa: parar. No solo frenar los pies, sino también la mirada. Aceptar que no todo cabe en un vistazo rápido.
Apenas una parte pequeña de la población trabaja por vocación, alrededor de un quince por ciento. El resto trabaja donde puede, en un sistema que demanda rapidez y deja poco margen para reflexionar. En ese panorama, el arte aparece como un gesto a contracorriente. No se cuantifica en términos de eficiencia. No ofrece soluciones claras ni recompensas al instante.
Basta entrar en una sala de exposiciones para confirmarlo. Hay visitas fugaces que se resumen en unas fotos tomadas a toda velocidad. Sin embargo, las obras no se activan en el carrete del teléfono, sino que tienen lugar en la cabeza de quien se detiene. La mirada lenta no genera contenido, sino preguntas.
El arte puede comprarse, pero no hace falta tirar de VISA para que funcione. Basta con estar presente, como delante de un paisaje. Una canción escuchada con tranquilidad, una película que se deja reposar tras el último plano, una obra en una sala. Su valor no se basa en la propiedad, sino en vivir la experiencia, en esa posibilidad de completar lo que la rutina deja siempre inconcluso
El tiempo también cuenta del lado de quienes crean. Un libro puede haber requerido meses o años de trabajo y leerse en cuestión de pocas horas. Una película condensa jornadas interminables que acaban reducidas a dos horas de butaca. Esa desproporción no es un problema, pero conviene recordarla. Cada obra es un compendio de tiempo vital. Detenerse para leer o mirar con tranquilidad también es una manera de mostrar respeto.
No todas las personas están capacitadas para hacer música, filmar o pintar. Y no sucede nada. El arte no es un lenguaje extranjero que requiera años de estudio para comprenderlo. Una melodía puede conmover a cualquiera, incluso si nunca ha tocado un instrumento. Cualquiera puede darse cuenta de que una escena está bien realizada sin tener conocimiento de la jerga cinematográfica. El lenguaje artístico no requiere saber cómo producirlo; exige, en cambio, tiempo, atención y una disponibilidad interna.
Por esa razón, la vocación artística es importante. No como un sacrificio romántico, sino como una ocupación. Existen personas que se enfocan en crear imágenes, sonidos y narraciones que facilitan a otros verse de otra manera,
La mirada lenta que el arte reclama no es un lujo elitista. Es una herramienta para no quedar aplastados por la velocidad. Frente al vértigo del día a día, propone otra temporalidad, en la que observar tiene sentido y la experiencia no se agota al momento, sino que deja poso. Por eso conviene apoyar a quienes se dedican a componer ese lenguaje que nos ayuda a vivir más y mejor.