Aveces suspiramos porque intuimos que hay cimas a las que solo nos pueden elevar los suspiros. A veces necesitamos del arte, de la literatura, de la música para elevarnos a ese lugar que nos permita captar algo más allá de nuestra realidad diaria. Por eso es siempre un acontecimiento cuando nos encontramos con obras de arte con la capacidad de elevarnos, que nos hacen suspirar.

Esta semana me he topado por casualidad en la sede de Gasteiz del Colegio Oficial de Arquitectos con unas obras del fotógrafo pamplonés especializado en arquitectura Pedro Pegenaute. Y me han impactado, me han elevado, me han hecho suspirar.

El silencio de una nube, el eco de un frontón, la tristeza de una piscina vacía, la miopía de una ventana… Me doy cuenta que lo que más me emociona de las fotografías no es lo que muestran, sino, sobre todo, la mirada que convierte esos espacios en puntas de iceberg de un universo concreto. Lo que más impacta no es el paisaje, sino una mirada que convierte lo común, lo corriente, en un elemento extraño, en algo nuevo.

Sus fotografías me han hecho pensar en la capacidad que tiene el arte de enseñarnos no solo lo que nos muestra, sino, además, el antes y el después del momento representado, la trastienda de la realidad, todo lo que queda oculto a nuestras miradas amaestradas. La mirada artística es la que se atreve a enfrentarse al reto de captar lo esencial que, como ya nos enseñó Saint Exupéry, es invisible a los ojos.

Normalmente enfocamos la vista para intentar ver con nitidez la realidad que se nos presenta ante los ojos. Sin embargo, a veces, las verdades afloran justo en el momento en que relajamos nuestros párpados y la vista se nos desenfoca; en ese momento mágico en el que la mirada se nos nubla, los colores se funden, las líneas desaparecen y una nebulosa lo cubre todo. Y entonces suspiramos, porque nos damos cuenta de que es precisamente lo invisible lo que mueve el mundo.