Como tantas veces, nos acordamos de Santa Bárbara cuando truena. En este caso, ante las imágenes de infectos ultraderechistas practicando la cacería humana en un pueblo murciano llamado Torre Pacheco. Hace solo una semana, ese nombre apenas nos sonaba por haberlo visto en las pegatinas de los melones y sandías de la zona. Hoy sabemos que se trata de una localidad de 40.000 habitantes, de los cuales un tercio son de origen magrebí. Aquí hay que hacer una precisión: de esa parte foránea, prácticamente todos los menores de 20 años han nacido en el Estado español.

Aunque en los primeros tiempos tras la llegada de los migrantes no hubo mayores problemas de convivencia, con el paso de los años y la redistribución demográfica, las tensiones fueron creciendo. Si bien los testimonios de los vecinos más razonables dejan claro que la mayor parte de la población, de uno u otro origen, ha sido ajena a los conflictos, conforme pasaron los años se hizo patente un crecimiento de la delincuencia, las actitudes incívicas y las actuaciones violentas. Ese es el polvorín que estalló la semana pasada después de que unos jóvenes de la comunidad magrebí agredieran brutalmente a un hombre de 68 años solo para darse el gusto de compartir las imágenes en las redes sociales. Grupúsculos de extrema derecha, especialistas en oler la sangre y aprovechar el barro, se hicieron presentes en el municipio literalmente con armas y bagajes, con la excusa de vengar la afrenta. Desde entonces, la situación está descontrolada. La violencia ha prendido en Torre Pacheco y amenaza con contagiarse a otros lugares del Estado en los que basta una chispa para que todo salte por los aires. Los principales culpables, por supuesto, son los desalmados que están protagonizando los linchamientos o arengando a participar en ellos. Pero también hay responsabilidad en quienes, por el eterno buenrollismo de consecuencias letales, han dejado crecer las aguas hasta que han resultado incontenibles.