En demasiadas ocasiones, a las medidas pretendidamente sociales se les ve el cartón. La penúltima, anunciada a bombo y platillo por el presidente del Gobierno español en persona, tiene un tufillo a populismo magnánimo de la época caciquil que echa para atrás. Cien euros para la compra de gafas y lentillas a los menores de 16 años. “Sin trámites ni burocracias”, subrayó Pedro Sánchez en una lograda imitación de los charlatanes de feria. Le faltó preguntar quién da más y hacer una reverencia a la espera de la ovación del respetable. O, más exactamente, de su claque mediática, que corrió a difundir la buena nueva a todo trapo en sus portadas digitales y de papel. Seguro que fue casualidad que se pregonara la iniciativa coincidiendo con la torrentera de informaciones (algunas hinchadas) sobre esa presunta trama de fontanería gruesa al servicio de Ferraz y Moncloa. Pero no nos desviemos. En el primer bote, es cierto que parece que no hay un solo pero que sacar a que subvencionen un producto de primerísima necesidad; si lo sabrá servidor, que acredita desde la tierna infancia el hat-trick de la oftalmología: miopía, hipermetropía y astigmatismo, a los que con los años se unió la presbicia. Sin embargo, hay varias cuestiones que chirrían en cuanto se rasca. En primer lugar, el tope de edad, cuando en su día Sánchez prometió que la ayuda sería general. Tampoco queda claro si solo se puede acceder a la bonificación una vez, teniendo en cuenta que la graduación cambia en cuestión de meses. En todo caso, lo que definitivamente me resulta difícil de aceptar es que el subsidio se conceda independientemente de las rentas de los beneficiarios. Y sí, me sé la máxima que sostiene que los servicios básicos como la sanidad y la educación deben ser universales. Pero cuando se lleva a otros terrenos, como la subvención lineal del precio de los combustibles, el billete del transporte público o este del que hablamos, el resultado es una profundización de la desigualdad.
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