Mis hijas me rehuyen un poco. He de confesar que no les falta razón. Últimamente les doy una cantidad desmesurada de besos y abrazos y, a veces, sí que igual me paso un poquillo. Tengo mis motivos, aparte de mi amor de madre incondicional y verdadero. Hace poco leí un artículo sobre el cerebro adolescente que explicaba lo siguiente. Cuando nuestras criaturas son pequeñas y escuchan nuestra voz, se activa una parte del cerebro que es la fuente del bienestar y la recompensa. Y eso hace que seamos lo más guay del mundo mundial. Pero, al llegar a la adolescencia, deja de activarse esa zona para dar paso a otra, que percibe nuestra voz como una especie de amenaza.

Pasamos de “ama está aquí, ¡yupi!” a “ama está aquí, mierda”, en apenas 15 días. Esta bofetada de realidad, al parecer, es una cuestión necesaria, natural y evolutiva para que nuestra prole desarrolle su propia independencia y comience a vivir su vida, a tener en cuenta las opiniones de otros, a veces por encima de las nuestras, a retarnos, a rebelarse, a reivindicar su espacio…

A separase de nosotras, en resumen. Dicen las neurocientíficas autoras del artículo que a madres y padres este soponcio nos sienta fatal, pero que es ley de vida y es mejor saberlo de antemano para que no nos pille en la inopia. Y a mí todavía me queda lejos, pero es que 15 días me parece poco tiempo, que digo yo si la evolución no podía tener un poco más en cuenta nuestros sentimientos. Así que he decidido achicharrar a mis hijas con más muestras de cariño que las habituales. Y que me quiten lo bailao. Pero dice mi amor que, aun entendiéndome, él no ve tan claro tanto achuchón repentino. Porque, en su humilde opinión, es posible que con esta actitud mía consiga adelantar en el tiempo esa evolución natural y ser la primera madre en tener hijas adolescentes con 8 años. Igual también soy digna de estudio y salgo en los periódicos…