mis hijas no pueden evitarlo. Les doy mucha vergüenza cuando me lanzo a cantar o bailar. No es que yo lo haga por la calle o en la frutería sin venir a cuento, qué va. Aunque ganas no me faltan, porque a mí lo que me gustaría es vivir en un musical. Levantarme por las mañanas y hacer florecer un temazo a la luz del sol con este chorro de voz que tengo. Caminar por la calle y dejar llevar mis pasos al ritmo de una melodía tan pegadiza que todas las transeúntes se unan a mi coreografía.
Contemplar el atardecer entonando una emocionante cancioncilla llena de gorgoritos con la que me luzco a tope. Creo que me vais entendiendo. Bueno, pues como no puedo hacer nada de eso, me conformo con cantar en mi casa y en las veladas de cualquier evento que disponga de un micrófono para las animadas de espíritu. La cosa sucede como sigue. Hay noche de karaoke, yo mentalmente me elijo un tema y suelto por sorpresa que me he apuntado en la lista cuando ya estamos sentadas, para que mis criaturas no me impidan salir al improvisado escenario.
Porque sé que, si se lo cuento, me encadenarian al asiento, donde yo me quedaría desolada, comiéndome mi frustración e intentando consolar a la artista que llevo dentro. Así que esta cantante que vive en mí ha decidido pasar en moto de la vergüenza de mis hijas e ir a por todas cada vez que tiene ocasión. Ellas se esconden detrás de sus bracitos o entierran la cara en las piernas de mi amado, que me secunda incondicionalmente. Y yo aguanto satisfecha la reprimenda posterior y les rebato con la evidencia de haber cosechado mis buenos aplausos. Porque ya que no surge (de momento) mi ocasión de volver al mundo de la farándula, al menos pienso desquitarme con el agradecido público de cualquier camping perdido en los Pirineos. Y tampoco pienso renunciar a las coreografías piscineras al ritmo de Chayanne. ¡Que una no es de piedra, oiga!