Tercer tantarantán consecutivo en las bolsas de todo el mundo. Las pérdidas se cifran ya en miles de millones de euros. O de dólares, porque los mercados de Estados Unidos no se están librando del batacazo provocado por la chaladura del extravagante y peligroso presidente de la que sigue siendo, pese a todo, primera potencia mundial. Lo peor es que el pánico es muy contagioso y, convenientemente dirigido por los abundantes pescadores en río revuelto, parece que estamos solo al principio de una crisis equiparable –según nos dicen, y ojalá sea solo un vaticinio preventivo que no se cumpla– a la de las subprimes, la pandemia o la derivada de la invasión rusa de Ucrania. Como en este último caso, el desastre no obedece a una serie de causas concatenadas más o menos lógicas, sino que tiene sus raíces en la personalidad patológica del individuo que ostenta el poder gracias a los votos (eso también nos lo tenemos que hacer mirar) de la ciudadanía.
Lo anoto simplemente como constatación entreverada de derecho al pataleo. Poco podemos hacer al respecto. Ya sabemos lo que hay y tenemos claro que no estamos ante un episodio puntual, sino ante un patrón de conducta. Por lo que nos toca más de cerca, la Unión Europea deberá encontrar el modo de hacer frente a las excentricidades letales de Donald Trump. Si todo se queda en entrar a su juego delirante, nos podemos dar por jorobados. Dándole la vuelta al desvarío en que envolvió el anuncio de los aranceles el pasado miércoles, quizá ha llegado el día de la independencia para la UE y para el resto de los países occidentales. Si se enfocan adecuadamente y van más allá del anuncio pomposo regado con dinero público, las medidas de respuesta al tarifazo pueden y deben marcar el comienzo de una nueva era en la que esta parte del mundo recupere su autoestima y deje de arrastrarse a rebufo de las ocurrencias del histrión. Ojalá esta vez seamos capaces de hacer de la necesidad virtud.