Soy esclava de la igualdad. No, no, no, antes de que algunas enciendan la pira, dejadme explicaros. Como muchas sabéis (y las que no, lo vais a saber ahora), tuve a bien parir dos criaturas el mismo día con apenas 20 minutos de diferencia, tan agobiada estaba la ginecóloga de sacar a la segunda criatura una vez dada a luz la primera.

Esta circunstancia conlleva muchos pormenores que voy desgranando en este espacio. Uno de los que más estresada me tiene es la necesidad de que todo, absolutamente todo, esté medido al milímetro para que ninguna de las dos criaturas aprecie desigualdad alguna. Obviamente, ambas son muy diferentes, pero en lo que concierne al tamaño del trozo de bizcocho, el número de bolas de helado, la cantidad de capítulos de la serie de dibujos animados, el número de prendas de ropa a comprar las pocas veces que vamos a una tienda, los minutos de lectura de tal o cual cuento y así un sinfín de ejemplos (a lo largo del día creedme que se dan muchos, muchísimos), mis amores me tienen esclavizada en la matemática más pura y teórica.

Me pregunto qué hubiera sido del marxismo si quienes lo pervirtieron lo hubieran seguido tan a rajatabla como yo debo hacerlo con mis hijas. A veces me encuentro en situaciones tan ridículas como contar los gusanitos para que ambos tuppers de la merienda contengan la misma cantidad. Porque las que vivimos en esta pesadilla silenciada sabemos que ellas, inexplicablemente, se dan cuenta de la diferencia, si la hay. Y que, encima, tienen razón; vamos, que tienen un detector de cantidades insertado en su cerebrito que ya quisieran los joyeros. Y te amonestan por el desequilibrio. Pero esta necesidad de equidad autoimpuesta a veces, lo sé, es una dependencia de la que no me puedo quitar. Porque siempre esconde otra culpa materna más: el miedo lacerante de que la una crea que le quiero más a la otra. O viceversa.