De camino al trabajo, escucho en el autobús, una de mis grandes fuentes de inspiración, una conversación entre dos muchachas de unos 16 años. Una de ellas, al parecer, tiene una relación con un chico de su edad que la trata fatal: mentiras en las que la chica ha acabado pillándole, algunos desplantes delante de sus amigos, días ignorándole sin contestar a sus mensajes… La chica no quiere dejar al chico porque piensa que nadie más le va a querer.

La amiga le escucha atentamente e intenta convencerle de que todo eso que se está diciendo a sí misma no es cierto y que debería dejar al muchacho de una vez. Su frase textual es: “Es que primero tienes que quererte y respetarte a ti misma”. Yo recuerdo perfectamente las tribulaciones a esa edad. Veo que la cosa no ha cambiado mucho pese a los más de treinta años que nos separan. También recuerdo el impacto de esas frases propias de un manual de autoayuda, que pueden estar fenomenal o no valer para nada en ese momento, porque yo también me preguntaba cómo narices se hace para quererse a una misma y dónde se aprendía eso. Aún así, el consuelo de la amiga me parece de lo más bonito, porque tener una amiga así mola muchísimo.

Y pienso para mis adentros: ¿qué parte de los problemas de amoríos adolescentes pertenecen en exclusiva a esa etapa concreta de la vida y qué parte a ese mensaje que resuena en las cabecitas, sobre todo de las mujeres, y que nos obliga a aguantar ante el terror de quedarnos solas? ¿Qué parte pertenece a las hormonas y cuál al concepto que te construyes sobre ti misma en base a lo que opinen los demás? ¿El muchacho mencionado tendría a su vez todos estos quebraderos de cabeza? ¿Es posible conseguir de verdad quererse a una misma? Enfrascada estoy yo en todo este mondongo, cuando llego a mi parada y me sorprendo a mí misma diciéndole a esa amiga: “Me hubiera encantado tener una amiga como tú”.