Mañana vuelve a ser 8 de marzo. Soy capaz de ver el vaso medio lleno, incluso a tres cuartos. Es rigurosamente cierto que las movilizaciones, al ritmo de la propia concienciación, son cada vez más numerosas y reconfortantemente diversas. Aunque siga mandando el morado, ahora hay más color, creo que me entienden. Y eso es imposible de soslayar. Pero tampoco lo son, por lo menos para el chisgarabís que firma estas líneas, tres o cuatro realidades que dan, como poco, para una reflexión. La primera, y quizá inevitable, es la institucionalización. Sí, por supuesto, tiene su punto muy positivo que todas las administraciones y organismos de representación sientan el imperativo de lanzar sus mensajes y de promover los diversos actos. Solo que, en ocasiones, planea una cierta artificiosidad del conjunto y uno tiene la sensación de que los lemas no nos dejan ver el bosque. Claro que eso es una menudencia al lado de lo que considero el auténtico motivo de preocupación. El crecimiento de movilización y concienciación que mentaba más arriba ha sido paradójicamente compatible con el rearme del machismo más rancio. Y esto sí que los de mi quinta no lo vimos venir. Por un lado, los cavernícolas que nunca dejaron de serlo pero que disimulaban por el qué dirán sienten que ya pueden volver a ir con el pecho peludo descubierto y no se cortan en su machirulez. Por otro, y casi peor que lo anterior, a la legión de individuos casposos o directamente agresores en varios grados se han unido legiones de jóvenes de las generaciones específicamente educadas en valores. Sin siquiera plantearse que estén haciendo nada reprochable, estos alevines defienden que se controle el móvil de la novia, que se le indique cómo debe vestirse o, si llega el caso, que se le aticen un par de bofetadas o que se le fuerce sexualmente en el convencimiento de que un no es en realidad un sí. Ya vamos demasiado tarde en pararles los pies y las manos. Habrá que hacerlo con algo más que consignas.
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