Somos una sociedad que tendemos muy fácil a la generalización en lo negativo. Si un fontanero nos hace un mal arreglo, nos sale decir que todos los fontaneros son unos chapuzas; si un abogado nos cobra mucho, decimos que todos los abogados son carísimos; si en un grupo hay un gilipollas, a todo el grupo lo tratamos de desastre; si un político se corrompe y roba, a toda la clase política la tratamos de ladrones; si un artista de éxito está vacío, consideramos que todos los artistas son unos frívolos, etcétera. Y no nos damos cuenta de que así se es muy injusto con los demás. Por una mala persona, al generalizar, le hacemos pagar a todo el colectivo, y ahí no se salva nadie, todos quedamos señalados y puestos en duda.
¿Esto a quién beneficia? A los malos, a los trepas. Esos se funden y confunden en la generalización y se van de rositas, de esta manera el mal campa a sus anchas. Tenemos que empezar a dejar de generalizar y llamar a cada situación, a cada persona por su nombre. Es el fontanero “Fulanito de tal” el que es un chapuzas, no todos los fontaneros; es el político “Menganito de cual” el que es un corrupto, no todos los políticos, etcétera.
Venimos de una tradición cultural donde se da valor a la competitividad, donde lo importante es el que asciende, el que triunfa se vuelve en referente, aunque sea a costa de medrar, de pisar a los demás, de explotar el esfuerzo ajeno, de hacer el mal para lucrarse. De hecho, mucha gente piensa que el que no se aprovecha de su cargo es tonto. Y se va más allá diciendo que de bueno a tonto no hay nada. Como decía en filósofo griego Demócrito: “Todo está perdido cuando los malos sirven de ejemplo y los buenos de burla”. La persona buena no tiene necesidad de trepar con artimañas para sentirse bien, para saber que su triunfo es de todos, es una persona solidaria, limpia y sana.
La bondad es sana, porque además está emparentada directamente con otras tres virtudes fundamentales: justicia, verdad y belleza. Una persona buena es justa en su actuar, ya que piensa lo que dice y hace lo que dice. Algo tan sencillo y lógico, pero qué poco se da en la gente. Una persona buena es honesta, no nos va a engañar, como canta Fito & Fitipaldis en Antes de que cuente diez: “No es porque digas la verdad / es porque nunca me has mentido”. La mentira es sinónimo de falso, de lo calumnioso, de lo tramposo.
No es fácil ser buena persona, vivimos con infinidad de estímulos que nos invitan a lo contrario para obtener un triunfito rápido que nos reporte unas migajas de falsa felicidad, golosinas de endorfinas, aunque sea a costa del sufrimiento ajeno y más si miramos para otro lado para ni ver, ni oler, ni sentir lo que les pasa a los demás. ¡Que no sean tontos y espabilen! pensamos y hasta lo decimos. Ser empático es otra cosa, has tenido que padecer en carnes propias el dolor de la tragedia, del fracaso. Al que no le ha pasado nada, piensa que nada les pasa a los demás y naturaliza el egoísmo y la soberbia. Pero la vida es larga… Lo dice muy bien Elisabeth Kübler-Ross: “Las personas más bellas con las que me he encontrado son aquellas que han conocido la derrota, el sufrimiento, la lucha, la pérdida, y hallaron su forma de salir de las profundidades. Estas personas tienen una apreciación, una sensibilidad y una comprensión de la vida que nos llena de compasión, humildad y una profunda inquietud amorosa, la gente bella no surge de la nada”.
Las personas buenas, además de ser justas, honestas y bellas, son auténticas. Quizás no haya mejor forma de ser originales, en esta sociedad que todo lo copia y falsea, que no sea a través de la búsqueda, el encuentro y la unión con otro ser, es decir, a través del amor. Y el amor nos lleva a la solidaridad, y esta, a hacer comunidad, a hacer vecindad, a generar sinergias de buena convivencia que facilitan el buen vivir y el avanzar colectivamente para sentirnos bien individualmente. Además, las personas buenas siempre son especiales, interesantes y distinguidas. Como dice el filósofo Javier Gomá: “No conozco una persona realmente bondadosa que sea vulgar”.
Las personas buenas nos dan tanto, nos aportan tanta paz que deberíamos ponerlas en valor, convertirlas en nuestros referentes, en nuestras líderes, en los espejos donde mirarnos, en los ejemplos para las nuevas generaciones. A la gente buena hay que nombrarla con orgullo, porque son guías a los que volver una y otra vez cuando estemos perdidos, cuando tengamos dudas, cuando la tentación nos ronde incesantemente.
Parafraseando a Bertolt Brecht: “Hay personas que son buenas con su familia y está bien. Hay otras que son buenas también con sus amistades y está mejor. Hay quienes son buenas incluso con la gente que le rodea, y está muy bien. Pero hay quienes son buenas con todo el mundo, esas son las imprescindibles”. l