La casa está en silencio. Reina la calma. La caldera programada a eso de las siete vencerá al frío de la madrugada que todavía se cuela por los ventanales del salón. Este momento de tranquilidad, donde algunas noches se agazapan los fantasmas, donde a veces el miedo se hace infinito, donde las preocupaciones son tan grandes que aplastan la lucidez del día, este mismo momento que otras noches es terrible, se envuelve ahora con su capa mágica y se torna emocionante y luminoso, aun en la penumbra. Sentados en el sofá y tapados con la manta, contemplamos nuestra obra. Como si fuera pequeña, siento la misma emoción que esta noche me recorría el cuerpo con la descarga de un gustoso rayo, cuando me levantaba con mis hermanos sabiendo que era demasiado pronto, que quedaba mucho para que amaneciera, sabiendo también que era el único día del año en el que madrugar tenía sentido, en el que el alboroto temprano se alentaba y aplaudía en vez de reprenderse. Seguramente mis aitas harían lo mismo que hacemos nosotras ahora. Seguramente disfrutaban de ese momento previo que, como sabemos tú y yo, ellos sabían tan efímero, ese momento que atesoraba sombrío tantas expectativas antes de que nos levantáramos a rasgar papeles y reír de puros nervios. Seguro que contemplaban el plato de mandarinas, los vasos de leche que dejaban sobre la mesita del salón, como tú y yo miramos ahora esas zapatillas en las que veo asomando un agujero de tanto jugar y anoto mentalmente que urge comprar otro par que podría haber sido para hoy pero no, porque las cosas prácticas, aunque necesarias, no tienen cabida en esta mañana. Todavía no. Nos preguntasteis un día quién estaba detrás de todo este artificio y no pudimos mentiros. Pero hemos conseguido seguir sorprendiéndoos. Seguimos viendo en vuestra carita la misma emoción que tuvimos nosotras. La misma que mantenemos intacta gracias a vosotras.