Vivimos atrapados en el tiempo. Cada año, aproximadamente por estas fechas, se nos viene encima una torrentera de anuncios del apocalipsis inminente y propósitos de enmienda inaplazables envueltos en eslóganes cada vez menos creíbles a fuerza de plagiarse a sí mismos ante la evidencia del incumplimiento de lo que pregonan. Cumbre del Clima o, por sus siglas, COP, le llaman al invento. La que empezó ayer es la número 29, indistinguible de la 28, la 27, la 26 y, si me apuran, la primera. No quisiera ser un escéptico irreductible y menos un cínico redomado, pero lo único que cambia de una a otra es el lugar elegido para celebrarlas. Y hasta en eso tenemos motivos para sospechar que los saraos son una inmensa tomadura de pelo. Si el año pasado se optó por Dubái, una de las ciudades más importantes de la petrosatrapía llamada Emiratos Árabes Unidos, la edición actual tiene lugar en Bakú, capital de Azerbayán, productor de medio millón de barriles diarios y donde tienen asiento las trece petroleras más importantes del mundo. ¿Hay alguien lo suficientemente ingenuo como para creer que los señores del crudo van a tirar piedras sobre el tejado de sus plataformas de extracción?
La pregunta es tan retórica como la declaración final que consensuarán los mandamases planetarios con el inventario de las medidas perentorias que volverán a ser incumplidas sistemáticamente y, por eso mismo, recogidas en la cumbre de 2025. No se pase por alto que ese año se iniciará con la vuelta a la Casa Blanca de Donald Trump, que ha cimentado su victoria, entre otros mensajes, en las soflamas negacionistas del cambio climático y el calentamiento global. Quizá tendríamos que preguntarnos sobre la eficacia comunicativa, no ya solo de las cumbres, sino de todas las iniciativas de concienciación sobre la catástrofe ambiental en que ya estamos instalados. Da la impresión de que muchos mensajes provocan el efecto contrario del que buscan. Hay que darle una vuelta.