A toro pasado proclamo que la fiesta de Halloween a mí, ni fu ni fa. No llego al nivel de mi santa, que la odia sin filtros y le parece una turra infumable e incongruente, aunque deje que sus hijas la secunden. En realidad, a ellas creo que les mola sobre todo por los kilos de chuches que consiguen en unas horas y que, pasada la fiebre, se acumulan en una caja de metal. El otro día la abrí y allí estaban las del año pasado; eso sí que parecía un zombi. Supongo que, en este país nuestro tan laico de boquilla, necesitábamos una nota de color que alegrara un poco la seriedad de Todos Los Santos. Sin embargo, le doy la razón al amor de mi vida con que nos hemos pasado un pelín de rosca. Quiero decir, protegemos el año entero a nuestra prole de los contenidos poco o nada apropiados para su edad y esa noche apostamos todo a una para que se encuentren con Chucky, Freddy, la Niña del Exorcista, los muertos vivientes del Thriller de Michael Jackson, el Jason de Viernes 13 y las niñas de El Resplandor, todos juntos en el portal. Di que mis hijas todavía no saben ni quién es quién y que ellas mismas estuvieron un buen rato tuneando su ropa con el spray de sangre de pega, mientras mi amor murmuraba por el pasillo qué he hecho yo para merecer esto. En fin, el caso es que me sigue sorprendiendo que no nos atrevamos a hablar de la muerte con nuestras criaturas, que las adultas nos caguemos de miedo cuando las txikis nos preguntan por ella, mientras celebramos una noche de los muertos importada del otro lado del charco. Pero quizá algo bueno le debo a Halloween este año. Mis hijas nos pidieron ir al cementerio para visitar por primera vez la tumba de sus abuelas con un ramito de flores. Y allí que fuimos, con el amor intacto por aquellas que ya no están, intentando responder a todas las preguntas que ellas nos hicieron sobre una muerte que es tan real como la vida misma.