Te ha llamado tres veces en las últimas dos semanas. Tu amiga, quiere tomar contigo un café. Las tres veces has rechazado su invitación. La primera vez ni siquiera pudiste cogerle el teléfono, estabas en una reunión de trabajo y luego se te olvidó devolverle la llamada, porque de las reuniones siempre se sale con más trabajo. La segunda vez ya no te llamó, te mandó un mensaje, pero en ese momento te venía fatal quedar, aún tenías que terminar varios trabajos pendientes y luego salir corriendo para recoger a tu hijo de la ikastola, y luego pasar por el super porque la nevera de tu casa daba pena, y luego atender a tus clases nocturnas de inglés… Lo intentó una tercera vez y en esa ocasión tenías hueco en tu agenda, pero le respondiste que tenías una reunión detrás de otra y no ibas a poder. Era ya viernes y el cuerpo no te aguantaba. Estabas exhausta tras una semana estresante. Hoy has encontrado en el teléfono una llamada perdida de un número que no reconoces. Has devuelto la llamada y al otro lado has escuchado la voz de la pareja de tu amiga. Te dice que a tu amiga le ha dado un ictus, pero que estés tranquila, porque los médicos dicen que se va a recuperar, que necesitará rehabilitación, pero que con el tiempo podrá volver a hacer vida normal. Algo se te ha roto dentro. Trozos de cristal descienden por tu garganta. Cuelgas, dejas todo lo que estabas haciendo, de repente nada es tan importante como llegar cuanto antes al hospital y estar allí. Estar estando, junto a tu amiga. De camino al hospital retumban en tu cabeza las palabras de la pareja de tu amiga: “Podrá volver a hacer vida normal”. Vida normal. Y decides que no, que tú no quieres volver a la vida normal si la normalidad es no poder ver a tu amiga porque lo urgente del momento, todos tus quehaceres diarios, te hacen olvidarte de lo importante: compartir tu tiempo con las personas que quieres.