Esta semana Metro Bilbao ha desplegado una campaña pro silencio. Buena idea. Nos sobra ruido, el físico y el de la desinformación. Antes este pandemónium era analógico. Hoy, las pantallas de nuestros móviles gritan dónde podríamos oír el vuelo de una mosca. Aparentemente en esa nueva realidad elegimos. Pero nuestras opciones enseñan a la inteligencia artificial a determinar el menú. Las tendencias que marcan la conversación en las redes señalan las multitudes que emergen jaleando a Trump, llorando por la persecución arbitral al Real Madrid o financiando la fiesta de Alvise. Porque nos sirven sólo lo que nos gusta oír. Llegamos hasta ahí porque nuestro índice juguetea en la pantalla del móvil con el mismo frenesí con el que el ludópata limpia su cartera. Así cedemos voluntariamente una catarata de datos que nos identifican, perfilan, califican y seleccionan. Que nos convierten en la mercancía que hace multimillonarios a tipos como Elon Musk. En las últimas horas el ruido que centra todas las conversaciones ruge contra la mano que entregó a una revista holandesa las fotos del emérito en cariñosa actitud con una amiga. Un auténtico trampantojo para sofocar un incendiario silencio. El que legislativo, ejecutivo y judicial hispanos, prensa y establishment mantuvieron, mantienen y mantendrán sobre las andanzas del pícaro de Dubai. Al abrigo del silencio maduro, la subversiva convicción de que utilizarlo como herramienta de la “razón de estado” en este asunto es un funesto presagio. Explica por qué las citadas instancias me parecen más nacionalistas que demócratas cuando enfrentan asuntos de mayor cuantía. Y entiendo por qué esa oda a la amistad, el coraje cívico y el valor personal en la Camboya de los jemeres rojos, cuya versión original se titula The Killing fields, llegó a nuestras carteleras como Los gritos del silencio.
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