Iba andando en bicicleta y, de repente, sentí que se me metía algo al ojo. Frené de golpe y percibí que aquello que me impedía abrir el párpado se estaba moviendo allí adentro. Oh, no, era un bicho, un insecto volador que acabó aterrizando en mi ojo. Intenté deshacerme de él, sin conseguirlo. Pensé: voy a llorar, así saldrá de mi junto a las lágrimas. Pero, aun así, el insecto seguía allí, como el dinosaurio de Monterroso.

No logré sacarlo hasta llegar a casa y ponerme frente a un espejo. Y entonces, cuando lo vi allí ahogado sobre el lavabo, me di cuenta de que en el trayecto en el que tan mal lo pasé por llevar un insecto en el ojo, había un insecto que se lo estaba pasando peor que yo. Solo entonces me di cuenta de que mientras pedaleaba angustiada, llevaba un ser vivo ahogándose dentro de mí. Mi visión de la jugada cambió radicalmente.

Hasta ese momento me había sentido la víctima de aquella situación, la que se lo estaba pasando realmente mal. Pero la víctima real era otra. Y pensé en cuantas veces en la vida nos sentimos víctimas de una situación cuando realmente podemos estar siendo verdugos, aunque sea sin darnos cuenta. Pienso, por ejemplo, en esa reacción cada vez más evidente de algunos hombres que, ante el avance de los derechos de las mujeres, argumentan sentirse atacados y se autoproclaman víctimas de una ideología radical que solo quiere perjudicarles; o en las quejas de muchas personas de clase media-alta al ver que parte de sus impuestos se utilizan para que gente con pocos recursos pueda tener una vida digna.

A veces nos olvidamos de quién es realmente quien se está ahogando, quién lo está pasando mal, quién está siendo tratada injustamente, y tendemos a mirar solo a la parte que nos perjudica. A veces se nos mete en el ojo el mundo con todos sus problemas y solo reparamos en que no se nos corra el rímel.