Iba a hablar de asuntos serios pero, visto que no sabía ni por dónde coger la actualidad que nos acontece, tan plagada está de genocidios aberrantes y vergonzantes barrizales políticos, he pensado que quizá, vosotras lectoras, prefiráis cómo yo leer alguna fruslería más prosaica dado que, tal y como aprendí, el periodismo también es entretenimiento. Así que allá voy. Resulta que tenemos el vestuario de aquagym dividido entre las fans del taconazo y las de la zapatilla, grupo éste al que pertenezco con orgullo. Todo vino porque una compañera tiene una boda en mayo y se debatía entre sufrir alzada varios centímetros sobre el suelo durante las horas que durara el convite o mandar los estereotipos a tomar viento y calzarse unas sneakers (playeras, para las de mi generación) con las que poder bailar hasta el amanecer. Las del zapato de salón le animaban hacia lo que consideraban elegancia y una pierna más estilizada. Y las que hemos sufrido mucho por culpa de esas chorradas, le alentábamos a pensar en ella y su comodidad, teniendo en cuenta además que hoy día la zapatilla es tendencia. “Pues para eso vete en chándal”, le dice una. Y entonces les recordé que Martirio ya vaticinó que el chándal y los tacones unían el glamour y la informalidad en una estética que hoy ha recuperado Rosalía, por cierto. Ante sus carcajadas, pronuncié pedante la famosa frase de Coco Chanel: “La elegancia es cuando el interior es igual de hermoso que el exterior”. ¿Acaso no somos lo suficientemente bellas por dentro, que tenemos que provocarnos un juanete para complacer a la moda o a los demás? Yo ya regalé todos esos instrumentos de tortura hace tiempo a mujeres que seguían en sus trece y, a decir verdad, tenían más gracia y aguante que yo para el equilibrio inestable. Y, sabiendo que mi lucha es yerma, perdónenme los Louboutin y los Blahnik del mundo, pero que se los pongan otros, gracias.