Esta semana hemos trabajado en clase un informe del PNUD (ONU) titulado Señales de Cambio que pretende “hacernos reflexionar sobre los cambios que se vislumbran en el horizonte de un mundo cada vez más complejo”. Este estudio presenta las tendencias que se prevén para los próximos años y se pregunta: “¿Qué clase de mundo queremos legar a nuestros hijos e hijas?”.
Quisimos en clase acercar estos temas aparentemente tan lejanos a nuestro momento y lugar, a nuestro país y su campaña electoral. Uno de sus capítulos, que se titula Atreverse a ser impopular, explica que los gobiernos y los políticos deben estar “dispuestos a desafiar las preferencias populares o a los grupos de presión más alborotadores” cuando resulte necesario. El capítulo se centra en las políticas medioambientales a escala internacional, pero en clase propusimos reconsiderar este asunto desde lo que vivimos estos días. En los debates, mítines, entrevistas o piezas de campaña, ¿encontramos elementos que resulten impopulares, espinosos o trabajosos para quienes vamos a votar? Parece que hay poco de eso.
Los candidatos presentan propuestas de servicios y prestaciones donde todo parece posible y gratis, sin pararse a comentar cuáles son las funciones y los límites de la administración pública, donde nuestras expectativas están desligadas de unos esfuerzos colectivos en un contexto internacional cada vez más difícil. Se habla mucho de la sostenibilidad medioambiental, pero poco de las exigencias de la sostenibilidad de nuestro estado del bienestar, que hay que cuidar con enorme implicación colectiva y con la cooperación de diversos agentes, donde no todo lo que quede fuera del marco funcionarial debe penalizarse retóricamente bajo el paraguas intelectualmente perezoso y despectivo de privatización, palabra fetiche que evita todo debate sobre las mil formas adaptadas a su cultura que la sociedad vasca ha desarrollado para participar en los desafíos colectivos.
Si damos por cierto que en general nuestros candidatos no se atreven a ser impopulares y al mismo tiempo reconocemos que en ocasiones es necesario serlo, pregunté a mis alumnos, ¿de quién es la responsabilidad? ¿De los políticos o de los ciudadanos que castigaremos con nuestro voto a quien nos prive de la dulzura de sus mensajes indulgentes? La respuesta de los alumnos fue madura: de ambos.
Se habla mucho estos días de complacencia. Pero la que como sociedad nos va a salir cara no es la complacencia entendida como razonable orgullo o como justa reivindicación de lo mucho conseguido en las últimas décadas. Esa complacencia es buena si nos encamina a seguir esforzándonos por mejorar. La complacencia que nos hace daño es la del condescendiente y obsequioso paternalismo de que todo lo tendremos sin reclamar el esfuerzo de nadie. Los derechos, en una sociedad democrática, están íntimamente imbricados con nuestras responsabilidades, obligaciones y trabajos. Complacencia de campaña es hacer como que no lo sabemos.