Si preguntas a la inteligencia artificial cuántos obispos nacidos en Nafarroa ha tenido Iruñea, te contesta que 60, con un amplio elenco en el que destacan San Francisco Javier, Juan de Palafox y José Antonio de Goyeneche. Por supuesto, ese dato es falso. Aunque es indiscutible la navarridad de estos tres últimos, es igual de cierto que nunca fueron prelados de la diócesis iruindarra, ni de ningún otro lado. Tenemos, pues, que prescindir de la IA para saber que, desde la conquista castellana de 1512, se han nombrado a 57 obispos de Iruñea, pero que hay que esperar al número 35, 250 años después, para encontrarnos con el erratzuarra Juan Lorenzo Irigoyen luciendo la mitra de San Fermín a finales del siglo XVIII. Del resto de la lista solo dos más hubieran podido presumir de arraigo, el sadaco Joaquín Javier Uriz y el olitense Pedro Cirilo Uriz, ambos en el XIX. En todo el siglo XX y lo que llevamos de XXI no ha habido un solo navarro al frente de la diócesis de Iruñea y la última renovación en el palacio arzobispal tampoco ha supuesto un cambio de tendencia. ¿Casualidad? Mucha casualidad que no se da en otras partes. Los dirigentes eclesiásticos del reino de España y diría que también los dirigentes políticos prefieren que los que conducen el rebaño navarro provengan de otras latitudes. No sé qué sabor ha dejado el ya retirado Francisco Pérez entre sus fieles. Tal vez muy bueno, pero, visto desde fuera, su actuación en temas como las inmatriculaciones o los abusos sexuales protagonizados por eclesiásticos dejan un amplísimo campo de mejora al desde el domingo nuevo titular de la sede iruindarra, Florencio Roselló. A este le deseo lo mejor en su nuevo cargo, pero no puedo dejar de recordar que solo una semana antes –de nuevo, qué casualidad– el etxarriarra Mikel Garciandía tomaba posesión como obispo de Palencia. Por cierto, los católicos euskaldunes navarros qué poco sobrados van de pastores que les atiendan en su lengua.