Veinte años son nada, así que diez son la mitad de nada. Pero la regla de tres no es aplicable a Podemos, la formación que ayer llegó a su primer decenio aparentando tener tres cuartos de siglo. Pocas cosas han envejecido tan rápidamente como la que durante un tiempo llamamos –a medio camino entre la ingenuidad y el deseo– Nueva Política. Aquella formación que iba a dar un revolcón a los usos y costumbres de la representación pública tardó bien poco en ser una versión corregida y aumentada de los rancios partidos que decía venir a sustituir. Los círculos abiertos de la primera hora, donde cabía todo quisque sin necesidad siquiera de afiliarse formalmente, se convirtieron, por puro principio de realidad, en una organización vertical y brutalmente jerárquica en la que quienes se movían desaparecían de la foto. Pero en sentido literal, como queda probado en la célebre instantánea de la fundación en la que prácticamente solo sobrevive el gurú máximo, Pablo Iglesias y, autorrelegado al córner, ese contradictorio gran ególatra con cinco vidas resueltas que atiende por Juan Carlos Monedero.

Casi todos los demás, tan sonrientes, tan henchidos de fervorosa ilusión, han sido convenientemente purgados en el transcurso de este frenético par de lustros. Como fui uno de los primeros escépticos resabiados respecto al fenómeno, hoy sonrío al comprobar que un buen puñado de los que se acordaban de mis ancestros por mis críticas ladran por las esquinas reproches descarnados hacia aquella formación a la que entregaron lo mejor de sí mismos antes de ser largados de una patada por no haber sido lo suficientemente sumisos con lo que les ordenaba el amado líder.

Manteniendo hasta la última coma de lo anterior, no sería honesto si no reconociera que Podemos ha puesto patas arriba un sistema de sota, caballo, rey –sobre todo, rey– y que le debemos un respeto por ello. Conste en acta.