Demos por buenos los términos izquierda y derecha como categoría política. Es algo que, en los tiempos que corren, no tiene demasiado sentido. Pero las cosas no son como queremos que sean, ni siquiera como deberían ser; las cosas son como realmente son. Y es cierto que estos términos se siguen empleando con asiduidad para calificar las posiciones políticas; así que aceptemos pulpo como animal de compañía, al menos para este artículo. En ese caso debo decir que los pobres de derechas merecen todo el respeto del mundo. Al igual que los ricos de izquierdas. Y lo merecen porque, al contrario de lo que algunos pretenden hacer creer, la ideología, abordada en términos racionales, no es una cuestión de clase; no obedece al grupo al que uno pertenece, sino que responde a aquello en lo que uno cree. A las ideas que cada uno tiene sobre cómo se gestiona mejor una comunidad política.

Pero si se ha naturalizado tanto la idea de que por pertenecer a determinado colectivo se debe, necesariamente, adoptar una ideología concreta es porque, más allá de la forma racional de entender la política, se ha extendido otra mucho más peligrosa: la moral. La que, en vez de analizar datos, juzga, y nunca mejor dicho, unas intenciones que siempre presupone malvadas cuando son las del de enfrente. La que lo reduce todo a una pelea entre buenos y malos. La que impide el debate y criminaliza ya no sólo la crítica, sino la simple duda. La que no expone, impone. La que no explica, pontifica. Y la que no busca convencer, sino vencer. Y es que analizarlo todo desde la moral implica considerar lícita, exclusivamente, la posición propia. O, dicho de otra manera, significa entender ilegítima la postura contraria. Y en términos morales es no solo un derecho, sino una obligación, combatir aquello que no se considera legítimo. Así han nacido la mayoría de atrocidades de la historia. Huyamos de la política de la moral, hagámoslo por nuestro bien.