Sentada en el banquillo del vestuario, escucha a sus compañeras del curso de aquaerobic mientras se unta la crema hidratante. Las risas de las mujeres son francas, cristalinas. Se ríen de todo un poco, también de ellas mismas, sabiendo que en breve tendrán que salir disparadas de ese refugio que las aparta de la rutina dos veces por semana. Fuera les esperan el trabajo, los nietos de los que ocuparse porque sus hijas trabajan, la compra, la comida, la casa. Ella se deja llevar por ese buen humor. Cuando una compañera se despide hasta el próximo día mochila al hombro, ella, de normal tímida, se arranca a decir que igual el lunes ya no vendrá, porque ayer hizo una entrevista de trabajo y está esperando la llamada. Inmediatamente, la tribu de mujeres interrumpe sus bromas para dedicarle toda su atención, para darle la enhorabuena aunque el trabajo todavía no sea suyo, para envolverla en el optimismo que siempre reina en ese espacio. Se anima a contarles a esas mujeres, desconocidas y cercanas, que la echaron tras la pandemia después de trabajar durante 25 años como secretaria en una empresa. Les confiesa que sus estudios son básicos pero su experiencia muy extensa, que ha hecho varias entrevistas, que nunca ha recibido una llamada de vuelta, ni siquiera para decirle que el puesto no iba a ser suyo. Sus compañeras no bajan la guardia del entusiasmo, venga mujer, seguro que sí, a ver dónde encuentran a alguien con tus conocimientos. Y, por un momento, hasta ella misma se cree que existe una posibilidad. Aunque, nada más entrar en la entrevista, le comentaran que buscaban a alguien con un perfil más juvenil. Aunque le preguntaran si tenía hijos y de qué edad, como si eso fuera determinante en su valía profesional. Por un momento, la energía del vestuario le vuelve poderosa, aunque sepa que entra en ese perfil de mujeres que la sociedad ya considera como un lastre.