La reunión anual de los Global Future Councils del Foro Económico Mundial (GFC-WEF), celebrada estos últimos días en Dubái, ha concentrado su trabajo en plantearse una pregunta que requiere la convergencia de múltiples actores, áreas de interés y variables interrelacionadas: ¿Qué tipo de crecimiento necesitamos para sostener nuestro futuro?

Bajo este planteamiento, la base de las discusiones y análisis giraron en torno a una premisa contundente: fallamos porque la idea actual de crecimiento y su distribución no es consistente con los beneficios esperables por las futuras generaciones y las ofertas de su potencial logro incomodan y generan descontento en el presente. A partir de aquí, repensar el tipo de crecimiento posible, la previsible distribución de sus beneficios, la calidad del crecimiento deseable y del largo trayecto hasta el logro de un estadio más o menos compartible, resulta distante y, sobre todo, excesivamente exigente. Nos hemos planteado un futuro demasiado demandante y excesivamente distante del punto de partido actual: verde, de óptima capacidad inclusiva (personas, regiones, comunidades), equitativo, económico-social-eficiente, armónico, compartido, interinstitucional, glokalizado con respuestas satisfactorias en el ámbito próximo a la vez que interconectado con todo el planeta, en toda una larga constelación de cadenas de valor a lo largo del mundo, de la mano de un futuro del trabajo cuyo alcance y propiedades que desconocemos, y de una tecnología aún por llegar y controlar, en un mundo cuyas señales geopolíticas del momento no llevan al optimismo.

¿Podemos exigir todo esto a la vez y en todas partes? Parecería que los trade offs imprescindibles (el tener que optar, priorizar, elegir lo que hemos de intentar en cada momento...) no existieran, en un mundo que individualmente asumimos como infinito y cuya responsabilidad asignamos a terceros. Nos instalamos en la teoría de las transiciones dando por sentado que sus hitos temporales se darán sin más y, en realidad, desconocemos su impacto real en sucesivos momentos y nos cuesta visualizar la parte de su recorrido que nos corresponde a cada uno.

Este contexto no es nuevo. Lo que sí parece “distinto” es el estado de ánimo, opinión, motivación y compromiso de sus principales actores (todos nosotros, por activa o por pasiva).

Quizás un primer paso exigiría redefinir los términos que utilizamos en todo este complejo objetivo. Sin duda, un buen principio no es otro que la necesidad de provocar “conversaciones difíciles e incómodas y no asumir que todo el mundo viva feliz”, según afirmaba el moderador-coordinador del debate mencionado (Vijay Vaitheeswaran).

Sí es verdad que, de una u otra forma, el debate inicial en torno al objetivo del crecimiento que durante años se consideraba vector principal del desarrollo económico y positivo (casi de cualquier forma), acompañado de indicadores limitados al PIB y éste obedecía y (obedece en gran medida) a unas estadísticas condicionadas por un determinismo macro configurador de espacios propios de factores clave del pasado, hoy superados por la compleja realidad de un mundo interconectado cuya competitividad y generación de riqueza, empleo, bienestar y procesos multi variable en la toma de decisiones, distorsionando su aproximación a la realidad que vivimos individuos, familias, empresas, regiones, países y naciones, lo que conlleva un creciente movimiento universal reclamando ir más allá del PIB, abrazando modelo de progreso social en continua reconfiguración tanto de definiciones, como de indicadores, al servicio de objetivos de prosperidad, inclusividad, progresividad social y sostenibilidad, que adjetivan el propio crecimiento.

Múltiples movimientos en curso con un cierto denominador común redefiniendo el rol de todos los actores de un sistema económico, con distintos grados de compromiso real con la generación compartida de riqueza y bienestar en, desde y para todos.

Ahora bien, siendo cierto que el mundo vive hoy como nunca lo ha hecho, con una mejoría constante de las condiciones humanas, la desigualdad es creciente, la movilidad social, la conflictividad intergeneracional y el desapego o desafección con las instituciones y sus gobiernos, con la administración y gobernanza interna en cada una de las comunidades económicas, sociales, familiares de las que formamos parte, o el compromiso solidario con terceros, no dejan de empeorar y se nutre de un pesimismo generalizado, inhabilitante y paralizante. Actitud especialmente acentuada por la sensación de nuevas generaciones que sienten hipotecado su futuro por las decisiones en curso y a la vez que parecen optar por vivir el presente, abandonando perspectivas largo placistas para su propio mañana.

Así las cosas, como no podía ser de otra manera, sin solución única, surgirán más líneas recomendables para impregnar cualquier estrategia, política o línea de trabajo cara a responder a la pregunta clave formulada: empezar por redefinir los términos y objetivos deseables, huyendo de demagogias populistas y discursos deterministas sin conocer ni concretar el recorrido que se tendrá por delante, las consecuencias que tendrá, en cada uno de nosotros, el resultado final alcanzable en cada momento, no ignorando a los “perdedores” de cada una de las transiciones en curso. Este primer paso, exige una mejor focalización de incentivos, ayudas, obligaciones específicas para todos y cada uno de los actores implicados: ¿En qué me va a afectar el camino, con quién he de hacerlo y hacia dónde y en qué momento? Despertar el reclamo y cultura de la solidaridad. Equidad e igualdad no son bienes que lluevan del cielo ni se redistribuirán de forma accidental. Esto supone, por encima de todo, compromisos y acciones individuales, lo que obliga a que todos hemos de hacer cosas distintas a las que hacemos y lo que supone que no podemos escudarnos en el reclamo y descalificación de los gobiernos o “jefes” (incluidos padres) en nuestros respectivos ámbitos de responsabilidad.

Con este breviario de papeles a desempeñar, las jornadas concluían con la petición-provocación sobre aquello que podemos aportar: pensamiento a largo plazo en toda decisión puntual que tomemos, encajando su coherencia con el logro final deseado; apuesta firme por salvar el planeta, pero actuando sobre las consecuencias negativas, desigualdad e impacto del camino, concretando la focalización individualizada y específica en cada persona, colectivo, tiempo y lugar; debatir, confrontar tus ideas y planes con todos los que no compartan tu visión.

En definitiva, a todos nos corresponde jugar un papel activo y responsable para hacer de nuestra comunidad y país un lugar atractivo para vivir, para incentivar y promover las apuestas de futuro que nos lleven a un espacio de prosperidad y bienestar inclusivos y deseables, por lo que necesitamos una actitud positiva, solidaria y constructiva, en un claro y rotundo espíritu de optimismo. Vivimos y viviremos un mundo pletórico de nuevas oportunidades, diferentes a las que hemos tenido, las más de ellas exigentes. Incertidumbre y cambio no pueden ser sinónimo de inviabilidad o decaimiento. Nos corresponde alimentar la magia de la creatividad, generando y ganando la confianza y la ilusión de un nuevo futuro alcanzable.

Un imprescindible optimismo (realista) en medio de toda una tormenta (como desgraciadamente siempre presentes a lo largo de nuestra historia, ayer, hoy y mañana) que hemos de incorporar a la tan sugerida resiliencia que decimos debe formar parte de toda estrategia, resistiendo a la vez que superando dificultades, mientas fortalecemos una transformación hacia futuros estadios distintos y mejores. Un camino hacia nuevos escenarios, modelos de crecimiento y bienestar superadores de dicotomías dominantes en los discursos enfrentados al amparo de capitalismos-neoliberalismos y lo público bondadoso y positivo o lo privado nefasto y discriminatorio. Progresiva construcción de un nuevo pensamiento económico que pueda demandar nuevos conceptos, ideologías y, sobre todo, práctica y resultados.

Si empezamos por abandonar etiquetas excluyentes, si abordamos conversaciones sinceras e incómodas, si provocamos decisiones y no solo reflexiones, si asumimos las responsabilidades con nuestro futuro (todas y cada una desde su ámbito posible de acción) y si separamos el tactismo del hoy, atreviéndonos a la incomodidad de preguntarnos por sus consecuencias para el mañana, quizás contribuyamos a despejar las borrascosas nebulosas que enfrentamos, tras la ilusión e incentivos motivadores para nuestras vidas y, sobre todo, las de los demás. Optimismo e ilusión constructivos que no terminen en la excusa del gatopardismo para “simular que cambiamos para que nada cambie”, o para perpetuar falsas opciones de vuelta a un pasado afortunadamente superado. Sin duda, el mundo y las sociedades avanzan a mejor, aunque a veces pudiera parece lo contrario.

Tiempos de verdaderos liderazgos, reales, contrastados, y dados que no impuestos, de confianza y compromiso en búsqueda de soluciones incluyentes, del bien común y desde un verdadero valor compartido. Momentos para exigir, sobre todo a quienes asumen responsabilidades de dirección y/o liderazgo, firmeza en propuestas de futuro, sinceridad en la transmisión del por qué y el para qué último de los caminos y esfuerzo-compromiso-confianza que reclaman. Exigir, sí, desde nuestro compromiso real acompañando a quienes reclamamos su cumplimiento.