Me cuesta contener la sonrisa, e incluso la carcajada, ante las imágenes de las algaradas de estos días en torno a las sedes del PSOE. No lo puedo remediar. Me sale mi yo más cabroncete, ese que se regodea ante la estratosférica indignación que rezuma la gente de derechas, en progresivo y encendido aumento desde el pasado julio hasta el paroxismo de este fin de semana. Me pongo en su lugar y lo entiendo. Todo lo que no querían que pasara está pasando. O si no es todo, mucho de ello. Mientras que, por pura correlación, van a acabar sucediendo cosas que otros muchos queríamos que sucediesen. No muchas, quizás, pero sí unas cuantas. De ellas, algunas que no esperábamos ni por el forro. La apuesta de Pedro Sánchez por afrontar la amnistía de los encausados por el procés catalán no es la única, pero sí la de más calado político y social. Para ello pasa sin despeinarse por encima de los principales medios de comunicación del Estado, de casi toda la judicatura y la clase empresarial, de los poderes fácticos militares y policiales, así como de muy buena parte de la opinión pública española, incluida la vieja guardia de su propio partido y no pocos votantes del mismo. Probablemente, y en esto llevan razón sus detractores, si llega a incluir esta medida en su último programa electoral, Feijóo llevaría varios meses como presidente de Gobierno. Pero no la incluyó, y ahora el elegido para la gloria va a ser él. Por hacer lo que dijo no iba a hacer, o dicho de otra forma y utilizando sus propias palabras, por hacer de la necesidad virtud. No sé cómo analizará la posteridad esto de Sánchez, como una lección de audacia política o como el sumun de la falta de principios por llegar al poder. Quizás uno no excluya lo otro. De cualquier manera, el madrileño tiene ya asegurado un espacio destacado en los libros de Historia y nosotros entretenimiento para rato. Porque esto, intuyo, no ha hecho más que empezar.
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