En mi ruta de casa al trabajo o al esukaltegi, paso por varios de los coles repartidos por la ciudad. Detrás de los barrotes que los separan de las calles, casi siempre veo la misma estampa: un campo de fútbol central con varios niños, diría que todos o la inmensa mayoría varones, corriendo tras el balón y, alrededor de la pista de cemento, grupitos de niñas y niños charlando o jugando a otras cosas. En nuestro cole pasa algo parecido y, aunque tenemos la suerte de que el resto de la zona es más o menos verde y con más posibilidades, también el campo de fútbol se come la mayoría del lugar. No soy la única que hace esta reflexión, muchas madres y padres ya se están movilizando para cambiar los espacios que conforman los patios. Porque poner cuatro troncos a modo de orekaleku marca una gran diferencia. En nuestro caso, observadoras de patio tras el fin del horario escolar durante horas, siempre llegamos a la misma conclusión. Cuando un balón entra en juego, se acabó todo lo demás. Acaba con los espectáculos imaginados, las tiendas simuladas o el escondite pilla-pilla, juegos creativos que se quedan diezmados en participantes quienes, por supuesto, deben irse a otro lugar para poder seguir con su juego. Mi pareja me dice que le tengo al fútbol mucha manía y no le falta razón. Sé que es un simple juego, pero tiene tanto peso social, económico y diría que hasta moral, que me toca la ídem. Así que sueño secretamente con enfundarme una noche de luna nueva un traje negro, serrar las porterías del campo de fútbol de nuestra ikastola y pintar un mural en el suelo de cemento que invite a bucear bajo el océano, sobrevolar las montañas o explorar cuevas profundas. De momento, optaremos por la vía menos radical de ofrecer al cole la construcción de un arenero, un circuito de madera e, incluso, una lagunita para que críen los sapos parteros. ¿Quién sabe? Igual lo conseguimos.