Siempre he pensado que una de las mayores suertes que se puede tener en la vida es recibir una buena educación. Y no me refiero a la del sistema educativo, sino a la que se enseña en casa. Por eso no hablo de la formación de los estudiantes sino de la educación de las personas. A uno, de pequeño, le enseñaron a saludar, a pedir las cosas por favor y a dar las gracias. Pero, sobre todo, le enseñaron la importancia de no ser un pesado, que podría resumirse en no cargar a los demás con las preocupaciones de cada uno. Últimamente, tengo serias dudas de si cumplo correctamente con esta enseñanza. Y es que tengo la sensación de que estoy escribiendo demasiado sobre un asunto que me preocupa, aunque no sé si preocupa tanto a los demás: la coherencia en política. Obviamente, cambiar de opinión es legítimo. Pero esa legitimidad debe tener un límite. No ser selectivo en las posiciones y que esa evolución responda más a aspectos objetivos que a criterios de interés. Tenemos ejemplos de todos los colores.

Protestar frente a la sede de los partidos puede parecerte mejor o peor (a mí, todo acto violento me parece mal) pero no puede depender de si la sede en cuestión es la de tu partido o la del de enfrente. O puedes pasar de pensar que la amnistía no tiene cabida en el ordenamiento jurídico a considerarla no solo posible sino fundamental para la convivencia en Catalunya. Pero ese cambio no debería depender de que te hayan exigido esa amnistía como requisito a cambio de los siete votos que te hacen falta para sacar adelante una investidura. Siempre he defendido que es normal que a alguien de derechas le parezca bien bajar los impuestos o que alguien de izquierdas defienda aumentar el peso del sector público. Lo que nunca he entendido es que haya quien solo ve la corrupción, la violencia o las mentiras cuando las practica el de enfrente y nunca cuando el pecado lo ha cometido el propio. Y es que me ensañaron que es importante no ser un pesado, pero lo es mucho más no hacer el ridículo.