En un reciente evento institucional de cuyo nombre no me acuerdo, un gran capitán del empresariado local afirmó que “el sistema de pensiones es demasiado generoso”. Cuando se le preguntó si sabía cuál era la pensión media en España (1.195 euros al mes; en Euskadi, 1.480 euros) cuántas pensiones son inferiores a los 800 euros (4 millones sobre 10 millones de pensiones) o en qué nivel de renta se encuentran topadas las pensiones (4.495 euros de base de cotización para una pensión máxima de 3.059 euros mensuales), no supo responder.
Es decir, que aun sin un conocimiento somero de cómo funciona el sistema de pensiones, este ilustre gestor de grandes empresas sabía que el sistema es demasiado generoso. Una sabiduría que surge en el mundo invertido en que viven estos patrones de la industria, creyentes firmes en que el dinero genera poder y este a su vez genera conocimiento.
Poco a poco se ha ido instalando en tan altas cumbres de la sabiduría, el poder y el dinero, la idea, por lo demás falsa, que ya pagan ellos muchos impuestos, demasiados para ser exactos, y que se les reconoce poco socialmente el esfuerzo que realizan para que veinte millones de trabajadores tengan algo más que un pedazo de pan que llevarse a la boca. Por no decir del sostenimiento del estado y del exceso de políticos y funcionarios. En su mundo, son ellos quienes financian las cosas del común. Que así no se puede seguir, y que con unos tipos marginales y unos impuestos (renta, sociedades, patrimonio) que se llevan suelen decir algo así como el 60 por ciento de la renta de los ricos, mejor no invertir porque total, todo se lo queda el estado y mejor vivir tan ricamente de un salario medio y de paso cobrar por bajas sanitarias fraudulentas la mitad del año.
Poco importa que esa percepción sea una falacia. No hay más que mirar las cifras, que nos dicen que mientras los asalariados son el 84% de las personas que crean riqueza, pero solo reciben el equivalente al 62% de la riqueza que se reparten entre empresarios, autónomos y asalariados. O que el impuesto sobre las rentas del trabajo recauda unos 90 mil millones, y del trabajo provienen los 170 mil millones de las cotizaciones sociales, mientras el impuesto sobre rentas de sociedades y sobre el ahorro en el IRPF recaudan menos de 50 mil millones, y el impuesto sobre el patrimonio solo 1.500 millones.
En su percepción de la realidad no importa que sean los trabajadores quienes financian el gasto del Estado, porque según ellos las rentas del trabajo también la pagan los empleadores. Y los trabajadores públicos al parecer no producen sino que solo cobran. Que no producen beneficios empresariales al menos de forma directa es obvio. Que producen servicios de gran beneficio social, eso no es relevante para la ciencia del capital. Si las pensiones son demasiado generosas, los impuestos al capital y a sus rentas siempre son demasiado altos –lo mismo por cierto que los salarios– y el Estado siempre es excesivo.
Es curioso que esta percepción tan distorsionada de la realidad apenas tenga eco mediático, y mucho menos sea objeto de una reflexión ni profunda ni superficial entre los opinadores de guardia. Porque la verdad es que esta forma tan peculiar de ver la realidad está detrás de las tensiones políticas que se han instalado desde hace unos años en el panorama español, alimentando la crispación cada vez que se lograba o se concedía alguna mejora social, sea en materia de salarios mínimos, de revalorización de las pensiones o de legislación laboral.
Aunque desde los inicios de la recuperación en 2015 los asalariados han aumentado su peso en el empleo total en 4,3 puntos, sus rentas han disminuido 2,2 puntos. Pero no importan los datos: la percepción es que el gobierno central está elevando de forma desorbitada los salarios con su política de aumentar los salarios mínimos y de reforzar el poder sindical. Y que se prepara a hacer pagar a las empresas y a sus ganancias el sostenimiento de un sistema de prestaciones sociales –no solo pensiones, también ayudas sociales, bonos de consumo para jóvenes, ayudas a comediantes y escribidores, control de rentas de inquilinos y demás dispendios– considerado innecesario e inviable.
El gesto simbólico de Ferrovial, una de las empresas señeras entre las heredadas del franquismo, de deslocalizar su sede social allende las fronteras hispanas, recuerda la decisión de otras de sacar su sede de Cataluña durante la época del procés. Los exabruptos en consejos de administración, ruedas de prensa o en medios de comunicación audiovisual o escrita y en fundaciones afines contra cualquier medida de mejora social, indican la existencia no solo de un gran malestar sino de una movilización social entre las élites del capital que se ha filtrado con fuerza hacia las capas de empresarios dependientes del agro y los servicios, y ha calado en amplias capas de trabajadores profesionales y sectores conservadores. La masiva movilización de los barrios de Pedralbes, de Sarrià y de Sant Gervasi en las elecciones municipales en Barcelona son otro signo de esta situación.
Al favorecer la aparición de Vox, un partido ultramontano en lo cultural pero radicalmente liberal en lo económico, amplios sectores del capital español reflejan su concepción del mundo; es por lo menos inquietante que tras casi cuatro décadas de incorporación a la UE, el pensamiento de amplias capas de propietarios y gestores del capital local sea tan profundamente reaccionaria.
Ahora bien, si la necesidad de retomar el control del estado es tan fuerte en este sector social, es por la tradición de hacer negocios al calor del estado que rige en el capitalismo hispano desde sus orígenes. También en el catalán, siempre dependiente de la política arancelaria y de las infraestructuras del estado. Algo menos en la cultura empresarial vasca, fundamentada en parte en el know how empresarial británico y más recientemente en la cultura cooperativa. La voracidad por el lucro corre pareja en tales adalides de la industria y los servicios con la alergia al riesgo (aunque parte de la mitología al uso diga que toda ganancia es una recompensa por el riesgo asumido: ¡como si los asalariados no estuvieran continuamente asumiendo riesgos, desde la decisión de que formación seguir hasta la aceptación de uno u otro empleo!)
Está por ver si en el panorama del capital local existen los equivalentes a un Warren Buffet capaz de reconocer en los inicios de la gran recesión que los ricos pagan pocos impuestos, “el sistema fiscal se ha inclinado en favor de los ricos y se ha alejado de la clase media durante los últimos 10 años. Es dramático. No creo que haya conciencia de ello y pienso que es un asunto que debería ser abordado”. O a un Elon Musk capaz de colocar parte significativa de su fortuna en empresas de alto riesgo, como un sistema de satélites o la compra de Twitter. Pero a tenor de lo confortables que se sienten los fondos de inversión extranjeros (adversarios de toda apuesta arriesgada y conservadores por definición) en el control de los consejos de administración de las principales empresas españolas cotizadas, no creo que haya mucho margen para la esperanza.
Profesor titular de Economía Política en UPV/EHU