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Mamitis crónica

Elena Zudaire

Burmuin gogorra

Ay mamá, pero qué duro es estudiar en la edad adulta, sea esa edad cual sea, pero pasados ya unos añitos desde la última vez. Algunas personas lo achacan a los demás quehaceres que invaden tu vida madura, a saber, trabajo, familia, casa… Aseguran que, como en tu juventud no tenías que ocuparte de otra cosa más que de estudiar, todo era mucho más fácil. Sin embargo, aún reconociendo que la vida adulta (normalmente, que de todo hay) tiene otras obligaciones que te impiden dedicarte al estudio plenamente, personalmente achaco mis dificultades a esa manía que tiene el cerebro de solidificarse con el paso del tiempo, como si de una figura de arcilla secada al sol se tratara. Seguramente, esta característica tiene una motivación evolutiva o, simplemente, fruto del envejecimiento. Pero es una faena cuando, llegados los cuarenta, pongamos por caso, deseas introducir más información y afianzarla en serio en tu cabeza. Ahí van los conocimientos, intentando abrirse paso por los lóbulos, llamando a voces a las neuronas para que hagan las conexiones pertinentes que me permitan recordar y aplicar lo aprendido. Seguro que exagero al imaginar mi seso como una atalaya rodeada por una muralla de cemento infranqueable. Y ahí veo en cambio a mis criaturas, con ese cerebrito tan maravillosamente plástico, que absorbe todo cual aspiradora ávida de más saber, con sus monísimas neuronitas, siempre preparadas para el descubrimiento. ¿En qué momento nuestro cerebro se convierte en piedra? Me consuelo con un estudio reciente que ha demostrado que, al parecer, las madres disfrutamos de una mayor plasticidad cerebral. Dicen que la maternidad nos dota de una nueva flexibilidad encefálica. Y, ya que me sirve para soportar a diario toneladas de carga mental, he decidido aprovecharla además para un apasionado affaire con el conocimiento hasta que la muerte nos separe. He dicho.