El Instituto Nacional de Estadística acaba de publicar una encuesta en la que, entre otras cosas, concluye que el perfil de felicidad del país se ajusta a un hombre joven, en torno a los 29 años, con ingresos altos, buena salud y buena alimentación. Casi nada. La cuestión pedía en su enunciado especificar cómo de feliz se había sentido la persona encuestada en las últimas cuatro semanas. Y, como las encuestas se pueden interpretar de mil maneras, yo deduzco del resultado estatal que los individuos fuera de ese perfil han puesto en duda su felicidad de alguna manera o en algún momento en ese período. Lo cual, por otra parte, me parece de lo más normal. Esto de la felicidad, además de ser sumamente relativo, nos tiene un poco locas. No sé si nuestras madres y abuelas se preguntaban por ella, pero ahora la buscamos desesperadamente. A mí me hubiera resultado difícil responder a la pregunta porque, poniéndome un poco etérea, ¿qué entendemos por felicidad? ¿Es un estado exclusivo o podemos estar felices y tristes o rabiosos al mismo tiempo? Si entiendo por felicidad lo que me llega por todos lados, la llevo clara. No encajo en los estándares de belleza, altura, delgadez ni tersura. Estoy por superar la mitad de mi vida y dinero no me falta pero, desde luego, no me sobra. Procuro comer bien y, de vez en cuando, me doy algún capricho. Para muchos, seré una pringada. Pero creo que hay una diferencia entre ser y estar feliz y eso nos confunde a menudo. Porque si yo hubiera contestado a esa encuesta, habría tenido presente que hace unos días un tranvía me llevó por delante mientras yo cruzaba en bici un semáforo religiosamente. Habría tenido presente que, literalmente, volví a nacer y que salí de aquello apenas con una quemadura en la mano. Y, por todo ello, habría contestado que aquel no fue un momento de felicidad. Pero que ahora, sin duda, soy tremendamente feliz.