La madre de Forrest Gump no solo sabía que la vida es como una caja de bombones, que nunca sabes lo que te va a tocar. Yo creo que se había leído en su juventud la Ética Nicomáquea de principio a fin.
Aristóteles se pregunta en esa obra qué es la areté, qué es la virtud, y se contesta que es cierta excelencia en lo que cada uno es. De esa forma habría una excelencia en el artesano y en el músico, que los hace virtuosos como artesanos o como músicos. Lo difícil, apunta el filósofo, es averiguar qué es la virtud entendida como excelencia en la persona, excelencia en lo que nos hace humanos, en lo que todos somos o aspiramos a ser.
Las virtudes aristotélicas no son un don dado por la naturaleza, que uno tiene o no. La virtud se alimenta, se entrena y se conforma en la acción, mientras se practica. Por eso la virtud, más que una característica que nos define, es un comportamiento o un hábito que nos constituye cuando lo ejercitamos.
La madre de Forrest Gump decía que el estúpido era el que hacía cosas estúpidas, stupid is as stupid does, que es lo mismo que creía Aristóteles, que el justo es el que hace cosas justas. Para no quedar mal uno debe saber dónde citar a la señora Gump y dónde a Aristóteles, pero la idea es la misma.
Las virtudes son vistas en ocasiones con desconfianza, como asociadas a manuales de urbanismo de librería de viejo o a doctrina eclesial sin verdad, como si su fuerza transformadora hubiera quedado desactivada por abuso fariseo de sepulcro blanqueado. Quizá nos da miedo la exigencia individual y el programa de superación personal permanente y cotidiana que las virtudes implican. Por eso deslumbran más los modelos heroicos que nos permiten seguir tirando sin reclamar de nosotros nada hasta que no llegue el giro de guion con una fantástica ocasión de redención.
Preferimos hablar de principios, de valores o de deberes. Las virtudes son esos mismos principios y valores, pero vividos en acción, practicados hoy, aquí y por mí. Las virtudes son esos mismos deberes, pero que sin que nada me los imponga desde fuera o para fuera, sino vividos desde dentro como aspiración a una vida más libre, plena, justa o decente. Las virtudes llaman a nuestra puerta y se meten hasta la cocina, mientras que podríamos vivir muchos años pensando que los principios, los valores y los deberes solo llaman a la puerta del vecino de enfrente o a la del alcalde o la ministra, que para eso están.
Xabier Etxeberria, del que aún aprendemos como emérito en la Universidad de Deusto, ha sido entre nosotros quien más y mejor ha pensado sobre las virtudes, con una dimensión filosófica quizá solo comparable en castellano a una Victoria Camps y un pequeño puñado de filósofos morales que no completan los dedos de una mano.
Leo estos días alguno de los textos de Etxeberria y compruebo que sus virtudes pensadas en tiempos de violencia para aplicarse a la paz en Euskadi –la justicia o la prudencia, por ejemplo, y elementos como la centralidad de las víctimas y la participación de los distintos agentes– nos servirían hoy para gestionar mejor polémicas en torno a la memoria, como la de ayer en Galdakao o la de hoy en Gernika.
Otra tarea gigantesca sería cruzar esas virtudes de paz etxeberrianas con la situación creada por la agresión rusa de Ucrania, para analizar la virtud en nuestro actuar cotidiano. Es tarea que me guardo.
Una brillantísima alumna me mira tras una reunión y me dice “¿sabes por qué me metí yo en los derechos humanos?”. Es el momento en que la vanidad juega por un segundo con el que espera que le cuenten del impacto de sus propias clases. La alumna responde: “por las lecturas de Xabier Etxeberria”. Tras un ataque de celos intelectuales que no debería durar más de un segundo, uno no puede sino mirarse compasivamente, reírse y rendirse ante la grandeza. Puesto que el saber reírse de uno mismo y la capacidad de admirar con nobleza a quien lo merece son también virtudes. Las virtudes que en ese momento tocaba practicar.