Ayer leía que Netflix ha perdido más de un millón de suscripciones desde que comenzó a aplicar el cambio en sus condiciones de uso. La plataforma, que se popularizó por permitir a diferentes usuarios compartir una misma cuenta, decidió hace unos meses poner fin a esa posibilidad. Esto no ha sido ninguna sorpresa; no lo ha sido para mí, que soy uno de esos usuarios que se han dado de baja, pero tampoco lo habrá sido para la compañía que, entiendo, había hecho cálculos antes de tomar una decisión de este calibre.
Bastaba con atender a la lógica para saber lo que ocurriría. Y es que muchos continuábamos con la suscripción no por el bajo precio; ni tampoco por el contenido ofrecido, que, espero no ofender a nadie, no destacaba por su calidad ni por su exclusividad. Lo que nos hacía mantener la cuenta era una razón tan simple como poderosa: hacía años que compartíamos cuenta con las mismas personas y no encontrábamos el momento de llamarles, o escribirles un whatsapp, para que nos eliminaran de la suscripción; a pesar de que estuviéramos renunciando a ahorrarnos el Bizum de cada mes.
Pero el cambio en las condiciones de Netflix, más que para evidenciar nuestro comportamiento como consumidores, resulta útil para reflexionar sobre esas marcas que se popularizan por comercializar productos normalitos y a bajo coste y que, con el tiempo, suben los precios con el ánimo de competir en otros mercados diferentes a aquellos en los que han tenido éxito. Y fracasan. Pienso en plataformas audiovisuales, en empresas textiles, en compañías de la automoción o en partidos políticos. Entre estos últimos están quienes se han hecho un hueco por criticarlo todo y, cuando se han aburrido de hacer oposición y dar voz a los enfadados de todas las causas, quieren seducir al electorado que busca la gestión responsable. Deben saber que tienen todas las de perder, porque la ciudadanía no olvida quiénes son y, sobre todo, porque el original es siempre mejor que la copia.