La alegría del pueblo ha vuelto a nuestras vidas. Y yo, que soy de buen conformar, le he dado la bienvenida con los brazos bien abiertos. Habíamos llegado a la Semana Santa con la lengua fuera y ha sido venir a este refugio treviñés y olvidar todas nuestras sombras, que tampoco son muchas, pero siempre suelen venir vestidas de rutina. Hola, naturaleza vibrante y primaveral. Adiós, asfalto gris y rasposo. Aunque hayan sido sólo unos días, regresamos con las baterías bien cargadas para superar la última etapa del año, casi de puerto de montaña. En el pueblo no hay preocupaciones y, si las hay, parecen menos tremendas. No hay normas de etiqueta, cualquier combinación de colores en la vestimenta es aceptada y las sandalias con calcetines se miran con muy buenos ojos. En el pueblo volvemos a reunirnos con las amigas y parece que el tiempo no ha pasado después de la última vez. Las visitas son bienvenidas, el campo no tiene puertas, los planes son infinitos, los días, eternos. Y las noches, cuajadas de estrellas, nunca se acaban. Nuestro pueblo huele a patatas fritas, sardinas asadas y chocolate con bizcochos. La huerta espera paciente y nosotras somos las forasteras en el reino de los pájaros. El erizo se despierta, el cerezo explota en flores blancas y yo me pregunto cómo podemos vivir a veces tan desconectadas de este tesoro que tanto da y tan poco nos pide. En el pueblo nuestras hijas crecen más rápido, conquistan a bocados parcelas de vida y son tan libres que pareciera que nacieron allí, como las melisas del camino. Y a nosotras, de alguna manera, este pueblo nuestro nos ayuda a relativizar nuestra mochila de adultas y también a darnos cuenta de que sí, no hace falta tanto para vivir bien de verdad. Lo sé, soy una romántica. Y el pueblo me convierte en maravillosamente ilusa. Porque, como bien definió una invitada de ocho años, ¡este pueblo es una bomba!.
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