Descubrir qué se cuece en las cabecitas de nuestras criaturas es, para mí, todo un misterio. Y yo, que soy de mente racional, aceptar esto me cuesta un horror. Porque estos cambios de criterio en cuestión de días, horas e incluso segundos me provocan canas y sudores. Por qué los cereales que tanto les gustaban ahora ni los prueban, después de comprar un palé. Por qué esa amiguita del alma pasa súbitamente a la lista negra de las indeseables. Por qué esos pantalones que antes odiaban ahora les encantan y no los podemos ni lavar. Por qué vamos tan contentas a la ikas y, de pronto, se cuela en nuestras despedidas una nube negra durante días. Como progenitoras convencidas del valor de las emociones, siempre intentamos encontrar esa respuesta que nos ayude a gestionar el momento, con mayor o menor intensidad. Siempre intentamos entender el motivo, tener la respuesta, aportar el consuelo. Pero también llevamos a cuestas más de lo que nos gustaría ese agobio (generalmente, lo sé, infundado) de no estar haciendo lo que deberíamos, de ser negligentes, de no estar a altura, de no ver algo sumamente importante que está delante de nuestras narices, de que detrás de esos cambios se esconda algo crucial que se nos escapa. Una gran amiga bregada en la educación suele repetirnos como un mantra que, a veces, no existe un motivo rebuscado ni oculto. A veces, simplemente, las cosas pasan, las opiniones cambian y volverán a hacerlo. Esa obsesión por colarnos en su cabeza es nuestra (y sólo nuestra) y, a menos de que existan señales claras de que debamos intervenir, la sombra de los traumas corresponde más a nuestra imaginación o nuestras inseguridades que a la realidad. “¿Os gustaría convivir con alguien que os preguntara constantemente cómo estáis o si os pasa algo? Menudo agobio…”, nos cuestiona. Nos toca relajarnos un poco, me temo. Y lo de los cereales… vale, que sí, es lo de menos.
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