El tema de los animales domésticos no es una materia que domine. En mi familia, como en otras muchas, los únicos animales que convivían en el hogar –salvando la subespecie humana– eran los pájaros. Esporádicamente también había grillos pero los insectos no los consideraría como bichos domésticos de compañía. Más bien eran rehenes capturados en el campo para interrumpir el sueño de los vecinos.

Peligro: animales sueltos

También recuerdo que un verano, mi familia acogió a otro inquilino temporal. Fue un conejo. Juanelo, un buen hombre que disponía de una “casona” con gallinas y conejos junto a la vivienda en la que pasábamos las vacaciones estivales, nos regaló un gazapo una mañana de julio. Lo cuidamos durante algo más de un mes. Le alimentábamos de lechuga, zanahorias, trébol que cortábamos en unas campas cercanas, y todo tipo de sobras que rondaban por la cocina. Al muy tunante le gustaba ronchar pan seco y, sobre todo, galletas que desparecían en un pis-pas. Quisimos ponerle nombre a aquel animal pero mi madre nos lo quitó de la cabeza. “Los conejos no tienen nombre” –sentenció–. ¿Y Bugs Bunny? –repreguntamos–. No hubo respuesta, pero pronto entendimos el porqué del anonimato. Algo con nombre no se cocina con guisantes, cebolla y salsa de pimiento choricero.

Quitando los pájaros, que acompañaban nuestra casa de un hilo musical característico, no ha habido más animales domésticos en nuestro entorno. Las aves, evidentemente, eran cantoras. Canarios, jilgueros o mixtos.

Los emplumados vivían en unas lustrosas jaulas en las que se endosaban comederos repletos de alpiste y bebederos cargados de agua. Además, aquellas casitas de barrotes disponían de columpios para que saltasen y se ejercitasen y de un recipiente a modo de piscina donde el pájaro podía bañarse.

El cuidado de aquellos animales tenía toda una rutina y una liturgia. Diariamente mis progenitores dedicaban una parte de su tiempo para limpiar la jaula y asear en su bienestar al pajarito en cuestión. Aquellos entes voladores eran muy queridos por todos y formaban parte de nuestra vida común. Si nos ausentábamos durante unos días de casa, viajaban con nosotros al nuevo destino. Aunque hubiera poco sitio en aquel R-8 en el que viajábamos tres adultos y cuatro jóvenes, sobre las piernas de algunos siempre cabía portar las jaulas de los canarios.

A tal punto llevó el cariño por las aves, que Donato, mi padre, tuvo la santa paciencia de permitirles que salieran de la jaula. Revoloteaban por toda la estancia para acabar nuevamente en su caja donde volvían a la rutina. Cada día que pasaba los pájaros se acostumbraban más y más a interactuar con Donato. Se posaban en su cabeza, en sus hombros y terminaban comiendo cañamones de sus labios. Todo un espectáculo. Hasta que… un día, en el trayecto de vuelo, el jilguero se encontró con una ventana abierta. Y agur Ben-hur. Donato se pasó horas asomado a la calle, con la infundada esperanza de ver regresar a aquel colorín volador. Pero el viaje fue solo de ida. Y así se acabaron los animales en mi casa.

Perros no hemos tenido nunca. Un piso, creo yo, no es el mejor hábitat para un can. El vecino del segundo izquierda tenía uno. Era un perrote. Grande. Y se llamaba Nerón. Daba miedo. Él –el perro– y su dueño al que todos llamaban “el gorila” (va de animales el tema). Debajo de casa regentaba un bar, que además de oler horriblemente, tenía una malísima fama. De allí salía Nerón asustando al personal. A aquel perro le gustaba esconderse para, de repente, abandonar su refugio y sobresaltar al personal con su pérfido resoplido. Una tarde, un buen amigo no se percató de que debajo de su coche estaba el chucho escondido y al dar marcha atrás para salir del estacionamiento… A Nerón se le quitaron las ganas de ocultarse. Fue el primer perro que conocí con las extremidades enyesadas. Las fracturas se curaron pero el sabueso terminó cojeando de las cuatro patas. En lugar de dar miedo daba pena.

Lo cierto es que la asociación humana con los animales viene de lejos. Esta semana hemos conocido un estudio de la UPV/EHU por el que se ha determinado que un perro domesticado ya habitaba en Euskadi hace 17.000 años. Un hueso hallado en 1985 en una excavación en la cueva de Erralla (Zestoa) en 1985 ha podido ser analizado ahora con las pruebas del Carbono 14. Los resultados obtenidos no pueden ser más sorprendentes. El húmero estudiado pertenecía a un cánido, un perro que vivió en el periodo Magdaleniense del Paleolítico, época en la que los cazadores-recolectores se vieron obligados a replegarse en áreas de refugio glacial donde la convivencia con los lobos salvajes provocó que estos, con la evolución del tiempo, terminaran por convertirse en el “mejor amigo del ser humano”. Así Otxoa pasó a llamarse “lagun”.

Eran otros tiempos y las relaciones entre humanos y animales también diferentes a las que hoy conocemos. Sin ir más lejos, acabo de leer en un periódico que el número de mascotas en el Estado es superior al de jóvenes menores de 15 años. El individualismo y la soledad han multiplicado la presencia de animales de compañía. Así no es difícil ver pasear a una joven con un cerdo vietnamita o a un anciano con un loro en su hombro emulando a John Silver el largo.

El tiempo presente nos deja comportamientos insospechados en el pasado. Uno de ellos es la humanización de las mascotas. No extraña ya que se cuide a un perro o a un gato como si fuera un niño. Incluso que se le disfrace como tal. Lo realmente novedoso en la sociedad actual es que se ampare en la legalidad vigente a los animales como “seres sintientes”. Esta nueva consideración legal reconoce explícitamente que los animales cuentan con capacidad de sentir y experimentar sensaciones (dolor, sufrimiento o bienestar), hecho este que los diferencia de las cosas y, por tanto, los convierte en sujetos de ciertos derechos (no pueden ser hipotecados, abandonados, maltratados o apartados de alguno de sus dueños en caso de separación o divorcio).

Pero hay más. El Consejo de Ministros español ha aprobado el proyecto de ley de protección animal en el que se pretende modificar el Código Penal para endurecer las sanciones en relación al maltrato. Y es ahí donde ha vuelto a suscitarse la polémica que, de no atajarse, puede acabar como la lamentable historia de la ley del solo sí es sí. Un informe elaborado por el Consejo General de Poder Judicial establece que la pena determinada para quien maltrate a una mascota con el objetivo de causar daño a su pareja o expareja es superior a la fijada para las lesiones leves a la propia pareja.

La norma, aprobada por el ministerio que dirige Ione Belarra castiga con pena de prisión de 3 a 18 meses –o multa de 6 a 12 meses– a quien cause a un animal vertebrado una lesión que requiera tratamiento veterinario; y establece que la pena se impondrá en su mitad superior (de 11 a 18 meses) cuando concurran determinadas circunstancias agravantes, como cometer el hecho para coaccionar, intimidar o dañar a la pareja o expareja. Según el informe conocido del CGPJ “puede verse afectado el principio de proporcionalidad” ya que la pena de prisión “es superior a la que está actualmente fijada para el delito leve de coacciones, el de amenazas leves, el de lesiones que no precisan tratamiento médico o quirúrgico o el de maltrato de obra en el ámbito de violencia sobre la mujer”. Es decir que si no se corrige esta disfunción podríamos estar en la antesala de otra “bronca” similar a la vivida desgraciadamente en semanas pasadas en relación a Ley de Garantía Integral de Libertad Sexual.

La reacción observada en la política española en relación a esta materia, y en especial los lamentables episodios de violencia dialéctica protagonizados por representantes de la derecha y de la derecha extrema, me hacen recordar a Nerón, el perro que acojonaba al vecindario con sus dentelladas al aire. Que haya sido precisamente en el Congreso español donde se haya producido este incalificable brote de odio incontenido nos hace pensar que Meritxell Batet haría bien en restablecer la dignidad parlamentaria perdida. O, cuando menos, advierta de que en la Cámara hay peligro por “animales sueltos”.

Las 38 mujeres víctimas mortales de la violencia machista ejercida en el Estado español en lo que va de año –1.171 desde que en 2003 comenzaran a computarse datos a este respecto– nos obligan a todos a no dejar resquicio, por pequeño que sea, por el que campe la indecencia de la apología del maltrato. En combatirlo eficazmente nos va la vida. Ni una más.

* Miembro del Euskadi Buru Batzar de EAJ-PNV