La crianza está plagada de personas que arden en deseos de darte consejos. Quiero pensar que la mayoría son bienintencionados. Pero, no nos engañemos, también hay quien (tenga hijos o no) cree que hace las cosas mejor que tú y se siente en la obligación de aleccionarte sin habérselo pedido. Algunas no pueden evitar intervenir en un momento delicado para pretender salvarte de tu evidente inexperiencia. Otras se han zambullido en el mundo de los seres de luz e intentan convertirte, como si fueran misioneras y tú la tierra prometida y llena de oportunidades, donde está claro que los cambios son urgentes y necesarios. Han leído muchos libros y han hecho muchos talleres que las convierten en pedagogas, dietistas, psicomotricistas, logopedas, profesionales de la salud (alternativa, por supuesto)... Y cuentan con un conocimiento tan vasto que, lógicamente, su necesidad es compartirlo. Está la familia (uy, que peliagudo) las abuelas y las suegras que siempre saben cuándo tu hija tiene hambre, frío o sueño. Las cuñadas que, sin venir a cuento, te regalan en la comida familiar ese ejercicio con el que por fin han conseguido que su hija pronuncie bien la erre. Están las hermanas que lo solucionarían todo con un tortazo porque “¿no ves que las crías se ríen de tí a la cara?”. Y capítulo aparte merecen esas señoras y señores que van por la calle, están en súper o te atienden en un comercio, cuyas reflexiones fluyen libres y sin filtro desde su cerebro hasta la boca porque necesitan que alguien les haga caso y ese alguien, mira por dónde, vais a ser tu hija y tú, “los niños tienen pene y las niñas, vagina”. Ay ama, qué pereza… En fin, que, ante tanta avalancha de pareceres y si me lo permites, a mí también me tienta darte un consejo: recuérdate que eres la mejor. Y, cuando os invadan, respira hondo, cuenta hasta diez y, con mucho respeto y/o cariño, mándales a la mierda.