Hasta el 18 de diciembre, entre alambradas y fusiles, se juega al fútbol en Qatar, donde no existen derechos humanos ni igualdad entre mujeres y hombres, en una tiranía islamista tan rica en gas natural, como pobre en libertades y que, con su maldito dinero, unido a la corrupción del balompié, ha conseguido ser la sede del Campeonato del Mundo, inaugurado bajo el desprecio que merecen los eventos hechos con sangre. ¿Es el mayor espectáculo de masas? Sí, congrega a más gente que las Olimpiadas, según el número de telespectadores. Qatar ha invertido millones para blanquear su oprobioso régimen; pero la arquitectura de sus estadios y las maravillas tecnológicas compradas a Occidente no le convertirán en admirado. ¿Boicotearlo? Si apenas se pudo con China en sus Juegos y con Argentina en 1978 contra su dictadura militar, dudo que sea eficaz. Y es muy fácil, oiga: basta con no ver los partidos y provocar así el fracaso de audiencias y la ruina de sus emisores, desinflando su balón miserable. Todo quedará en deseo, como siempre, pues los petrodólares pueden más que la razón y el ocio popular pesa más que la conciencia. TVE tiene la exclusiva de su retransmisión en abierto y Movistar+ y otros operadores previo pago. Un chute de autoestima para la cadena estatal que ha descompuesto a las insaciables Antena 3 y Telecinco, incapaces de entender que la democracia es equilibrio entre lo público y lo privado, pues los medios constituyen un sector estratégico y su influencia debe estar contrapesada. La ausente es la Rusia de Putin que, derrotada por un pequeño país en la gravedad de la guerra, nadie en el juego la echará en falta. Ni de penalti.
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