De verdad, me sentía identificado contigo cada vez que escribías en tu columna en ese periódico adalid de las libertades, reclamando el derecho y la obligación de ser disidente, de las libertades para todo el mundo sometido; cuando criticabas a los poderes del Estado por eso, por serlo, por ser cadenas de las que ninguna transición nos estaba librando sino al contrario, porque se iban concatenando las regalías y los mayorazgos y esas oscuras relaciones de cloacas para que nada cambiara realmente.

Quizá fue en ese proceso donde tu iconoclasia empezó a resultar un poco como el maquillaje al final de la fiesta. Si antes te parecía irrenunciable denunciar el statu quo, ahora abrías las costuras y te permitías tolerar, por ejemplo, cierto nivel de machismo que escondías bajo la sospecha de que estaban cancelando a tus ídolos del pensamiento o cantantes o cineastas.

De repente ese feminismo que todos compartíamos tenía un “pero” acto seguido. Igual fue porque el #MeToo hizo que muchos señores que opinaban vehementemente quedaran en paños menores, lo que evidenciaban su connivencia con la cultura de la violación y el abuso, y eso ha provocado que cierta intelectualidad temblara acordándose de aquellas noches de libertad salvaje en las que siempre había algunas jóvenes… esas cosillas.

Luego la reclamación radical de derechos e igualdad, una que ya era antigua pero tan tan olvidada o pospuesta, para las personas que no casan en esa binariedad que impone la sociedad biempensante te pilló, como a otras, con el pie cambiado. Y ahí te veías defendiendo un día una españolidad que ni la de tiempos de Franco, una mujeridad y una masculinidad de antes de la Sección Femenina, unas libertades con naftalina pero apolilladas. Todo rancio. Tú antes molabas, pero ya no.