Se supone que el que vive de escribir, o vive para escribir, tiene que dominar el lenguaje escrito con el que trabaja. De la misma manera que en un médico tiene que conocer los entresijos de la ciencia médica o un electricista, el de la electricidad. Para un escritor, las palabras son como los ladrillos que apila un albañil: si estos tienen taras, la pared no se sostiene. Pero crear obras literarias es algo más complejo que levantar tabiques: el escritor tiene que tener algo relevante que contar. Y lo tiene que hacer de una manera que conecte con las personas que le leerán. Por eso puede sorprendernos que algunos escritores reconocidos manifiesten públicamente que cometen faltas de ortografía, como es el caso del Premio Nobel de Literatura Gabriel García Márquez. “Jubilemos la ortografía, terror del ser humano desde la cuna: enterremos las haches rupestres, firmemos un tratado de límites entre la ge y jota, y pongamos más uso de razón en los acentos escritos, que al fin y al cabo nadie ha de leer lagrima donde diga lágrima ni confundirá revólver con revolver”, explicaba el Nobel durante la inauguración del I Congreso Internacional de la Lengua. Y otro Nobel literario, Juan Ramón Jiménez, declaraba en una ocasión: “Se me pide que esplique por qué escribo yo con jota las palabras en “ge”, “gi”; por qué suprimo las “b”, las “p”, etc., en palabras como “oscuro”, “setiembre”, etc., por qué uso “s” en vez de “x” en palabras como “excelentísimo”, etc. Primero, por amor a la sencillez, a la simplificación en este caso, por odio a lo inútil. Luego, porque creo que se debe escribir como se habla, y no hablar, en ningún caso, como se escribe. Después, por antipatía a lo pedante.”
La lista de grandes escritores que restan importancia a las leyes de la gramática, y defienden que lo importante es lo que se cuenta y no cómo se cuenta, es larga: Hemingway, Fitzgerald, Faulkner, Proust… Pero, obviamente, tiene las espaldas cubiertas: los afanosos correctores de estilo de las editoriales para las que trabajaban.
En una época en la que las personas que se toman por cultas levantan la voz contra la mala ortografía pululante en las redes sociales, criticar la dictadura de la RAE es ir a contracorriente. Pero quizás, como defendía siempre el gran Aristóteles, en el término medio está la virtud. Ni los “talibanes de la lingüística” que se muestran intransigentes con las meteduras de pata ortográficas de los ciudadanos de a pie, ni los que escriben de una manera tan, digamos, “fuera de la norma” que no les entiende ni la madre que los parió.
Muchos son los que piensan que ahora se escribe peor que nunca, pero la cuestión es que antes no existía ni Whatsapp, ni Facebook, ni Twitter. Lo paradójico es que en pleno siglo XXI, el texto, como herramienta comunicativa, se está utilizando más que nunca. Quizá este fenómeno es porque detrás del lenguaje escrito podemos resguardar nuestro espíritu más y mejor que con el uso de nuestra imagen o la voz.