e encantan las historias de terror. Desde pequeña me ha fascinado el miedo, cómo lo construimos, le damos alas en nuestra imaginación y nos maneja a su antojo. Hay muchos tipos de miedo, claro, algunos reales como la vida misma (por desgracia) y otros ficticios, que son los que a mí me enganchan. El otro día rescaté de casa de mis padres mi biblioteca infantil y adolescente, un montón de títulos plagados de monstruos, fantasmas y vampiros, de novelas de Poe, Lovecraft y, por supuesto, de Stephen King. Releyendo uno de sus libros de relatos, me topé con uno de mis favoritos: El Coco. Es una historia donde no aparecen descripciones morbosas ni detalles sangrientos. Habla de un miedo universal, el que todos tenemos de ese monstruo que vive en nuestro armario, ese que nunca hemos visto pero que está ahí. King lo convierte en real, tanto que (sin hacer spoiler) asesina a los tres niños del protagonista, un hombre cargado de prejuicios que ignora los gritos de sus hijos y elige salvar su propia vida. Una de mis txikis se despierta a veces por la noche gritando desesperada. Tiene los ojos abiertos de pavor, su cara es la descripción literal del miedo. Extiende los brazos, como protegiéndose de algo, algo invisible que no está ahí, pero que ella ve con claridad. Nosotras nos sentamos en su cama, le abrazamos, le calmamos, hasta que su miedo desaparece y puede volver a descansar. Nunca he entendido la consigna de dejar que las criaturas "aprendan a dormir solas" llorando angustiadas en la oscuridad. No entiendo ese objetivo de que el miedo les fortalezca, les haga madurar. Al contrario del protagonista del cuento de King, siempre hemos elegido acompañar el miedo. Porque no hay angustia más espantosa que enfrentarte al coco sola y a oscuras, sabiendo que quienes deberían salvarte están escuchando tus gritos desde la otra habitación sin hacer nada.