emana de taimados, pícaros y desafiantes. Pedro Sánchez va a pecho descubierto a rendir pleitesía al rey de Marruecos despreciando la voluntad del Congreso de su país y encomendado a su propia suerte. Dos sinvergüenzas, pipiolos estandartes del bon vivant del barrio cayetanista de Salamanca, atracan las arcas madrileñas sin misericordia, mirando la hora en sus Rolex. Voces nostálgicas de una derecha fascista que sigue creciendo anteponen Paracuellos a Gernika para revolver con aviesa intención las tripas de una convivencia imposible. Y en el medio, la desesperante misión imposible de un mínimo entendimiento entre las dos fuerzas mayoritarias para encarar la explosiva situación económica como una imperiosa cuestión de Estado.
Con las encuestas otra vez empinadas, el presidente socialista encabrona a socios y votantes manejando el futuro del Sáhara como un trampantojo. Se ha quedado voluntariamente solo, a pecho descubierto, en un tema demasiado escabroso y, sobre todo, de fina epidermis política y hasta social. Ni siquiera ha echado la vista atrás para ver cómo su propio aliado de Gobierno propiciaba una sonora derrota parlamentaria, que le deja retratado a modo de advertencia. A Sánchez únicamente le asiste su razón. Como casi siempre. Pero esta vez tan inesperada pirueta obliga a las gentes de su partido a mirar hacia otro lado para disimular la vergüenza.
Tampoco le inquieta demasiado el revuelo generado entre los apoyos de su investidura. Sabe que la sangre no llegará al río, al menos en esta legislatura que controla con suficiencia. Dentro de la coalición, porque Unidas Podemos bastante tiene con sostener su propio andamiaje. Fuera, porque ahí ya no está Casado. A medio plazo, se vislumbra un nuevo escenario en las formas, mucho menos agresivo que los discursos de pollo sin cabeza inspirados por el teniente chusquero García Egea. El nuevo líder del PP no se echará al monte, aunque será tenaz y persistente en su proyecto de cincelar un perfil alternativo. En ese propósito, y sin olvidarse un segundo de la cacareada bajada de impuestos, ya se ha acuñado tras el Congreso de Sevilla la nueva proclama de que "existe otra manera de gobernar". Suena mucho menos agresiva que aquellas invocaciones atronadoras sobre la ilegitimidad del gobierno, la felonía o la entrega saducea de España a ETA y el independentismo. Ahora, una reunión con Sánchez de tres horas y sin acuerdos se queda en "infructuosa", pero con la puerta abierta para seguir negociando.
Hay satisfacción en la Corte y en el Ibex con la nueva etapa en el PP. Es verdad que también la hubo, y a raudales, cuando aún no se había roto el juguete del ególatra Albert Rivera. Ahora es distinto porque se conoce el paño, aunque el traje político de Feijóo todavía no ha pasado la exigente prueba diaria del agua de Madrid, donde el presidente gallego cuenta con un engrasado batallón mediático, incondicional tras liberarse de la pesada carga que le suponía templar gaitas en la guerra de Génova contra su adorada Díaz Ayuso. Por todo ello, se detecta un ambiente de pilas recargadas en un partido que se lo vuelve a creer tras liquidar a sus víctimas al amanecer y sin mancharse. Además, recobra aquella sensación del cambio de ciclo que engendró la abultada mayoría absoluta del 4-M. Ahora, Moreno Bonilla tiene más ganas que nunca por reivindicarse en las urnas, aunque la sombra de Vox en su tierra cada vez se hace más alargada. Frente a semejante tesitura, es comprensible que Sánchez empiece a destapar los defectos de quienes mandan en Galicia y Andalucía porque sabe que ahí anidan sus poderosos enemigos.
Entretanto, más de uno suspira para que lleguen las vacaciones de Semana Santa. Un tiempo de tregua para que se rebaje el suflé de la angustiosa situación económica y las televisiones recojan esas largas colas en las gasolineras y los hoteles llenos como en los mejores tiempos de sol y playa sin pandemia. Unos días de distensión siquiera para que el atribulado alcalde de Madrid encuentre, también a pecho descubierto, una salida mínimamente creíble al laberinto de las escandalosas mordidas propiciadas por los amigos de su primo. Lo tiene muy difícil. También muchos otros cuatreros que hicieron lo mismo y empiezan a sentir escalofrío por la espalda. Entre el sórdido espionaje desde el propio Ayuntamiento de la capital a la lideresa -¿por qué sigue sin dar la cara su hermano?- y las indignantes comisiones millonarias entregadas a cambio de mascarillas defectuosas, aquella estrella rutilante de Martínez Almeida se va apagando. Otro mito de barro.