urrealista. Infumable. Caótico. Esperpéntico. Denigrante. Y así hasta agotar el manual de adjetivos descalificativos que retraten en esencia la estrambótica convalidación de la reforma laboral. Pocos golpes a la puridad y ética ideológica y política radiografían con más escarnio el abracadabrante vodevil vivido en el Congreso en torno a la negociación, escrutinio y desenlace del proyecto más ambicioso y determinante de tan convulsa legislatura. La sombra malintencionada del pucherazo, imposible bajo el rigor informático de la voluntad ejecutada por tus propios dedos, y la sospecha consistente de un tamayazo navarro pulverizan un mínimo decoro parlamentario para trufarlo, desde un ángulo muy concreto de la Cámara, de un aire nauseabundo. El ventilador ya está en marcha y el argumentario de la confusión, también. Más madera, precisamente al encarar unas elecciones en Castilla y León, donde el pescado está mucho menos vendido de lo que creían sus impulsores.
Pablo Casado rumia su mal fario por el enésimo establo que visita para arropar al candidato Mañueco. Solo una maldición, o sencillamente la flor que acompaña a Pedro Sánchez, pueden consolar su triste destino. Justo cuando ya había urdido el bochornoso transfuguismo de los dos díscolos diputados de UPN y así apuntillar por sorpresa a su bestia negra, viene uno de los hombres de más confianza del inefable García Egea y, mientras se curaba de una intempestiva gastroenteritis, le da al botón que no debía para algarabía de un Gobierno de coalición en trance y sin aliento durante unos segundos interminables. Un desenlace esotérico para un proceso entreverado que deja demasiados desgarros personales, partidistas y que, sobremanera, carga de munición al PP para que alimente la desestabilización expandiendo el halo de las suspicacias.
Yolanda Díaz ha pagado un precio muy alto por la lección más dura de su recorrido institucional. Sonríe, pero no está feliz. Sabe que es una victoria amarga. Ni de lejos intuyó esta trapatiesta cuando soñó ilusamente con derogar la reforma laboral de Rajoy. Mucho menos que sentiría el desprecio de la izquierda -demoledor Rufián con los aires codiciosos de la vicepresidenta- y que se salvaría del ridículo gracias al liberalismo de Ciudadanos o, paradójicamente, del voto equivocado de un diputado pablista del PP. Ha ensanchado su target electoral, pero nadie es capaz de cuantificarle los desengaños. Ahora bien, quizá como simple referencia, en la entrega de los premios Feroz -donde precisamente no es asidua la derecha- atendió una cola de seguidores para hacerse un selfi que quintuplicaba a los de Javier Bardem. No es descartable que en la andanada del portavoz de ERC anide un miedo fundado al bocado electoral que Díaz puede arrancar en el granero del republicanismo catalán.
Tampoco Sánchez se siente cómodo. Vuelve a ganar, cómo no al borde del abismo, aunque con demasiado ruido alrededor. Es verdad que hubiera rentabilizado sibilinamente esa imagen de una vicepresidenta de Unidas Podemos entregada a los deseos de la patronal para salvarse de la quema en su proyecto tan personalista, pero los gritos de "pucherazo" desde la derecha y la salva de cañonazos que le esperan desde la trinchera mediática le amargarán el triunfo. Esta nueva tormenta tardará en amainar, sobre todo si el 13-F acaba como Casado desea y sin tener en cuenta los designios del Tribunal Constitucional, de nuevo invitado en una pelea política.
El PSOE necesita pinchar cuanto antes este incómodo globo de la martingala. Tampoco lo tiene difícil. Curiosamente, una vez más, UPN le puede servir de colaborador necesario. Como en los viejos tiempos. Ahora, las sospechas recaen en depurar las auténticas razones que propiciaron el desafío de García Adanero y Sayas a José Javier Esparza, teniendo a Enrique Maya presa de los nervios. No deja de ser irritante para unos y obsceno para otros que el futuro de una reforma laboral que quedará vigente para años dependiera de la puntual desaprobación de un alcalde. Sin embargo, así estaba predestinado hasta que estos dos diputados aceptaron la aviesa propuesta de la dirección nacional del PP para dinamitar la línea de flotación del Gobierno. Para justificar su traición, adujeron que les era imposible apoyar el decreto ley. Por eso, se unieron a los votos de EH Bildu, paradójicamente la bicha sobre la que fundamentan sus escasas intervenciones en el Congreso más allá de aludir a ETA, la imposición del euskera o la amenaza de la anexión vasca. También en este caso, de traca.