magino que a ustedes también les ha pasado estos días quedarse hipnotizados ante la poderosa atracción del volcán de Cumbre Vieja. Estoy fascinado como cuando de niño miraba el fuego de la cocina de carbón, pero con un sentimiento culpable porque las noticias nos traen la pérdida de quienes allí vivían, el desastre, la incertidumbre, aterrados ante el fragor y el poder de una montaña que está arrasando su mundo. Sé que lo importante es la pérdida de quienes viven allí, cómo se volverá a vivir, etcétera. Ya he podido visitar otros volcanes, sentir de cerca ese temblor que se te queda dentro durante semanas, constatar qué pequeños e inútiles somos cuando las cuestiones son tan inconmensurables en millones de metros cúbicos o grados de temperatura.
Hay más desastres naturales que parecen simplemente horrorosos, pero en los que si juega el fuego es otra cosa. Hay antropólogos que apuntan a que está grabado en los humanos, que descendemos de quienes consiguieron sobreponerse a esa sensación y dominar el fuego hace muchos milenios, aunque también esa raíz se esgrime para entender la mente del pirómano, decididamente enferma. Los humanos somos criaturas paradójicas y cuando nos enfrentamos a algo así siendo reos de un pasado atávico, lo que se espera de nosotros es que podamos actuar conforme a criterios racionales. Nuestra civilización afronta retos más graves que los de los volcanes, atracciones más poderosas que el poder destructor del fuego, responsabilidades más directamente perniciosas sobre las que debemos reflexionar pronto. Estos días, bajo el volcán, escudriñando el camino tortuoso de las coladas de lava, nos encontramos una vez más como pequeñas criaturas sometidas al albur de fuerzas más poderosas, sin darnos cuenta de que nosotros somos más habitualmente el mecanismo de la destrucción.