reo que no me equivoco al afirmar que no soy la única a la que el verano le tira al traste todos los propósitos dietéticos infantiles. ¿Me equivoco? Todo el año haciendo el trabajo de pico y pala con las verduras, los purés, el pescadito, la carne, la fruta, los cereales (integrales, por supuesto) y la batalla contra el azúcar y ¡zas! Llega el verano con sus manjares pecaminosos y te hace la peineta mientras engatusa a tus criaturas hacia el camino del mal. El verano extiende sus tentáculos hacia tantos frentes que ni un ejército de dietistas puede con él. El verano es sigiloso, a veces se camufla en temperaturas otoñales, modifica los horarios sin darte cuenta, introduce factores inesperados donde menos te lo esperas (abuelas y abuelos, visitas de ultramar, una recién estrenada cuadrilla en el pueblo...) y, para cuando quieres darte cuenta, te deja plantada con el bol de ensalada y se lleva a tus hijas en un remolque lleno de helados de los chungos, de pan de molde sin corteza, de yogur azucarado para beber, de zumos con pajita, de patatas fritas ... Y, ay amigas, ¿qué rodaja de sandía puede competir con eso, aunque sea sin pepitas? Mujer, qué exagerada eres, un día es un día (y siete, una semana, que decía mi abuelo...), sois demasiado severas con la comida, si no es ahora, ¿cuándo se van a comer un helado?, si las niñas lo queman todo con cuatro carreras que se echen después, en estas edades necesitan más azúcar que nosotras, de cría bien que te comías tú los polos de limón... Así que, con este argumentario que nos rodea, poco podemos hacer. Porque hasta Rambo necesitó ayuda en un momento dado. Hemos decidido guardar los fundamentos dietéticos en el armario de la ropa de otoño, hacer polos de fruta y agua de limón con menta y sirope de arce. Algo es algo. Que los dioses nos cojan confesadas. Y a vivir, que son dos días.
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